Editorial

Díaz Ferrán, el símbolo de un empresariado que debe desaparecer para siempre

 

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La noticia de la detención ayer lunes de Gerardo Díaz Ferrán ha provocado una tan significativa como mal disimulada satisfacción en buena parte, si no en toda, la sociedad española. Imaginar al ex presidente de la gran patronal y copropietario del Grupo Marsans (junto a su compañero de batallas Gonzalo Pascual) desfilando por las dependencias policiales sirvió para alegrar la jornada de ese vapuleado ciudadano medio sobre el que tantas desgracias caen a diario. En medio de la crisis, en efecto, muchos españoles pudieron esbozar media sonrisa o formular algún comentario de desahogo. Poca cosa, cierto, pero algo es algo.

Alegría inevitable: el españolito de a pie ni olvida ni perdona el notorio impago de las nóminas a sus empleados sin motivo aparente y sin capacidad de reacción. Un empresario que incumple la cita de final de mes con el salario de sus trabajadores, sin dar la menor explicación, no es digno de llamarse así. Detrás de ese encuentro, que los capos de Marsans trataron con indiferencia administrativa, había muchas horas de angustia acumuladas en las familias, muchos padres con los nervios a flor de piel, muchos hijos marcados por un futuro incierto… Muchos españoles tienen familiares, amigos, vecinos afectados en su día por la crisis de Marsans, y saben bien que no habrá dinero que resarza de esos sentimientos. 

Pero hay mucho más. Díaz Ferrán era el presidente de los patronos, el hombre que debía liderar cuestiones como la negociación colectiva, la formación de las plantillas, la I+D empresarial… En definitiva, la representación viva de una clase obligada a dar ejemplo de honestidad y rectitud moral en tiempos tan tempestuosos como los actuales. Como líder de CEOE, no es exagerado decir que gran parte del futuro de la nación pasaba por sus manos. El hombre llamado a ser el más honrado e industrioso de los españoles ha sido detenido, junto a sus testaferros, por alzamiento de bienes, lo que en román paladino equivale a decir que “se ha llevado puesto” el dinero de sus empresas, burdo resumen de los modos y maneras de comportarse de la camada empresarial por él liderada, especialista en confundir los fondos de la empresa con sus dineros personales (“total, si la empresa es mía, no tengo que dar explicaciones a nadie”), endilgarle todas las cargas posibles y, en definitiva, reducir su futuro a cero.

El ex presidente de CEOE es un buen ejemplo de cierta clase de empresarios, presuntos empresarios, que se situaban al frente de las compañías y negocios totalmente apalancados a título personal, convirtiendo a compañías y negocios en destinatarios de sus propias deudas, en soporte de su nivel de vida. Si no se pagaba a la plantilla o a los proveedores, no importaba. Sí había dinero, en cambio, para el coche con chófer, el restaurante de lujo, el avión privado o el fincón por las serranías cercanas a la capital del Reino, por no hablar de otras cosas.

Cuando han venido mal dadas, estos espadachines del negocio especulativo pergeñado al amor de la lumbre del Gobierno de turno se han retirado a toda prisa de la circulación, sin honrar compromisos, parapetándose detrás de una cadena de testaferros y tontos útiles. Resulta penoso recordar ahora episodios como la pretendida venta de Marsans a un grupo fantasma del que aún nada se sabe, episodio que sirvió a su presidente para decir aquello de que “ya no es mía, a mí que no me hablen más de eso”. Hablar de otra cosa significaba dejar a muchas personas en la calle, sin indemnización alguna y sin posibilidad de ir al paro siquiera, aunque, eso también, causando un buen agujero a unas entidades financieras que luego han tenido, tienen, que ser rescatadas con dinero público.

Se lo han llevado crudo

Es un modelo de empresario que ha sembrado la destrucción en España, tanto en lo que a PIB puro y duro se refiere, como en lo que atañe a puestos de trabajo. Se han llevado lo que han podido por delante, se lo han llevado crudo y, lo que es peor, se lo han llevado ante la mirada resignada de una sociedad que daba ya por descontado que lo ocurrido en éste y otros casos pertenecía al serial de episodios sellados por el muro de silencio de la impunidad. Por eso, la sociedad respiró ayer aliviada al ver a Doña Justicia caer sobre Díaz Ferrán para obligarle a hacer frente a sus responsabilidades.

Un modelo agotado, símbolo de un pasado llamado a desaparecer por mucha resistencia que opongan quienes aún pretenden seguir nadando en las sentinas de la corrupción española. Aunque el número de constructores reos del delito de haber inflado la burbuja del ladrillo es grande, son muchos aún los que con asideros bastantes se aferran desesperadamente a una forma de hacer negocios radicalmente reñida con los principios de la buena gobernanza. Los hay incluso que no vacilan en reaparecer a la menor oportunidad, haciéndose fotografiar sonrientes al lado del presidente de la Generalitat catalana y del mandamás de La Caixa. Los hay, en fin, que ni en la hora de su despedida han dudado en engañar al personal con unos pagarés que se han llevado por delante los ahorros de mucha gente tan ilusa como humilde.

La España de la austeridad y los recortes, la España de los sacrificios y la pérdida de nivel de vida, debe renacer purificada del barro de estos empresarios desalmados, estos falsos emprendedores que tanto han contribuido a deshonrar la imagen del país en el exterior. Solo una acción decidida de la Justicia –con todas las garantías procesales, cierto-, respaldada por la determinación ciudadana de acabar con la corrupción a todos los niveles, logrará poner punto y final al protagonismo de tanto vividor como ha enseñoreado la empresa española en el pasado. Porque para que sea posible una auténtica recuperación económica, con regeneración institucional incluida, no solo deben surgir futuros hombres de empresa comprometidos con la honestidad y el rigor: también es preciso acabar con la impunidad de los del pasado. 

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