Para los que creemos en el sufragio universal directo, libre y secreto, y no contraponemos los compromisos electorales con el cumplimiento de un deber difuso o desconocido, lo sucedido en Italia mueve a la reflexión: los italianos han votado libremente y, en conjunto, han expresado su disconformidad con las políticas del Gobierno de Monti que, como se sabe, fue introducido con calzador por la Unión Monetaria hace apenas 15 meses. Además de la disconformidad, los resultados transalpinos transmiten un claro rechazo a esa suerte de despotismo que se ha ido desarrollando en Europa en el sentido de minusvalorar las decisiones de los electores por parte de quienes se creen en la obligación de tutelarlos y hasta de obligarlos, si llega el caso, para que sigan otros proyectos o políticas. Un discurso antidemocrático y unas maneras de proceder que han llenado la Unión de incertidumbre, con efectos claramente desastrosos en los países del Sur. Italia ha dicho basta, y ahora corresponde a los elegidos tener la inteligencia política suficiente para encauzar y ordenar los deseos de sus votantes.
Italia es miembro fundador de la Unión Europea, es la tercera economía de la Unión Monetaria y es la segunda potencia exportadora de la misma. Junto con Alemania, representa el genio europeo en el sector de la industria de calidad y en el campo de la imaginación comercial. No estamos ante un país cualquiera a costa del cual hacer chistes fáciles, y ni podemos ni debemos enjuiciar con superficialidad lo allí ocurrido. En realidad, los italianos nos están advirtiendo de los riesgos que conlleva desnaturalizar un proyecto, el europeo, del que ellos fueron artífices y que desde los años noventa se ha ido deshilachando. Durante más de 20 años, la construcción europea ha seguido un camino que tenía objetivos distintos a los de la fundación del Mercado Común. La revisión pasaba por el discurso inicial del saneamiento de las cuentas públicas y el sometimiento de los estados nacionales a unas directrices nacidas en Bruselas, pero inspiradas por Berlín, que de hecho los convertía en vicarios de poderes en los que estaba ausente el principio de la solidaridad. El saneamiento de las cuentas, que no es objetable como principio de gobierno, ha sido, en nuestra opinión, la hojarasca que ha servido para camuflar una política de dominación tendente a facilitar las tareas de la reunificación alemana y a hacer posible la hegemonía continental de la gran potencia centroeuropea. Sólo ingleses y escandinavos cayeron en la cuenta de ello y se negaron a participar en el juego.
Demasiada carga tecnocrática y un punto de despotismo
Han sido 20 años de grandes esfuerzos fiscales en las naciones de la UE, no siempre correspondidos o comprendidos por quienes diseñaban las políticas desde las instituciones comunitarias. Había demasiada carga tecnocrática y un punto de despotismo que, a veces, ha provocado problemas e incertidumbres. No está de más recordar lo sucedido con aquellos países que se negaron a refrendar lo decidido. Vienen a nuestra memoria Irlanda, Holanda y Francia como monolitos en ese camino tortuoso que, como lluvia fina, ha ido empapando de escepticismo el sentimiento europeísta de las opiniones públicas europeas. Pero el cénit de tales actitudes llegó con la crisis financiera y las políticas de ajuste impuestas manu militari. Esto es tan cierto como que, sin el menor pudor, se descabalgó a dos gobiernos democráticos, los de Grecia e Italia, hace poco más de un año, arramblando con los principios sacrosantos del respeto a la voluntad popular, sin que ese grave pecado haya servido para mejorar en lo político y, escasamente, en lo económico.
Nuestro periódico es europeísta, cree en los valores que inspiraron el proyecto que a tantos españoles encandiló cuando España vivía bajo el franquismo. Una Europa de hombres libres, regidos por los principios de la democracia y de la solidaridad. Un sueño para muchos, desde luego para los españoles. Ahora, ese sueño está a punto de convertirse en pesadilla y en profunda decepción por la falta de sentido que anega las instituciones europeas y contamina a los gobiernos nacionales. Y es a todo eso a lo que Italia, de forma civilizada y democrática, ha dicho no; lo ha dicho para ellos y para que sirva de lección a los demás, que tenemos que agradecer la advertencia pública de un socio importante de la UE. Lo que esperamos y deseamos es que la inteligencia reaparezca en las instituciones comunitarias para facilitar que los nuevos gobernantes italianos hagan honor a lo decidido por su pueblo. Que se olvide el despotismo, de resultados tan negativos, y que se escuche el mensaje de un pueblo viejo, tan ilustre como capaz.