Amanece, y eso es todo. El paisaje desde el balcón se parece al que veía el personaje interpretado por James Stewart en La ventana indiscreta, sólo que ahora a nadie le interesa curiosear en las vidas ajenas. El movimiento, dentro de las viviendas, es mínimo; por la calle, más: esporádicamente, alguien pasa paseando a su apacible perro; otro, agarrado a su bolsa, acude a comprar productos de primera necesidad; un coche arranca, tal vez conducido por un médico o enfermero que se dirige a la trinchera.
Las noticias de buena mañana pueden incitar a volver a la cama y no levantarse en todo el día. El escritor Juan Carlos Onetti pasó los últimos años de su vida en la cama, pero no por enfermedad ni por miedo a mirar la realidad a la cara sino porque quiso; por pereza, según su viuda. En estos momentos es cuando uno, en su confinamiento, no puede evitar pensar en los que están en primera fila y no pueden permitirse un momento de desaliento. Los aplausos a las ocho de la noche son un breve símbolo del reconocimiento que se les debe. Decir que les tengo en mis oraciones aún no debe de estar prohibido por el laicismo rampante.
Nos cuenta Carl Honoré en su Elogio de la lentitud que disminuir la velocidad puede dar más profundidad, placer y sentido a nuestras vidas. Qué más quisiéramos que fuera una opción. Ahora, la lentitud es una defensa contra la inacción impuesta, contra la amargura del pensamiento. Ralentizar las acciones cotidianas, demorar cualquier conclusión. Y junto con la lentitud, el silencio. Dejar de frecuentar las redes sociales es un imperativo moral. Quién hubiera pensado que habría tantos expertos en epidemiología. Dado que muchos de ellos eran también expertos en geopolítica después del otoño del 2001, y expertos en erección de repúblicas el otoño del 2017, no será una gran pérdida.
Los aplausos a las ocho de la noche son un breve símbolo del reconocimiento que se les debe
Ahora que hay tiempo para leer la Divina Comedia en versión original subtitulada, notas incluídas, falla el ánimo. Ahora que hay tiempo para practicar idiomas, cuesta encontrar temas de conversación. Ahora que hay tiempo para cambiar de trabajo, para iniciar un proyecto, nadie da trabajo, nadie espera ideas nuevas. A pesar de todo, en estas circunstancias, el tedio no hay que verlo como un castigo —como lo veía Eugedio d’Ors: «Ahora se hunde, completamente solitario y abandonado en el tedio. Se hunde Autor en el tedio, así como náufrago en el mar»— sino como el premio que reciben los afortunados. Y, como escribió Xavier de Maistre, en su memorable Viaje alrededor de mi habitación: «El placer que uno siente viajando por su habitación está libre de la envidia inquieta de los hombres; es independiente de la fortuna.»
Y pensando en alguien que mira por la ventana a ver qué pasa, en alguien que no quiere mirar la realidad a la cara, en alguien que reacciona lentamente y parece experto en todo, en alguien que da vueltas encerrado en su habitación… hete aquí que asoma por Youtube el presidente Puigdemont —«nuestro presidente legítimo», en algunos ambientes— para decir unas cuantas banalidades en medio de las cuales mete la baza de relacionar dos miedos, ante el problema sanitario y ante el problema económico subsiguiente, con un tercero: el miedo a perder libertades.
El de perder libertades, derechos y garantías es un miedo que ha de estar presente siempre en la sociedad: en la separación de poderes, y en un sistema de controles y contrapesos entre las instituciones; no es una paranoia que va y viene según nos convenga. Ya dijo Thomas Jefferson que el precio de la libertad es la vigilancia constante, pero esto vale para hoy, con virus, para mañana, sin tanto virus —Dios lo quiera—, y para el 6 de setiembre de 2017, por decir un día cualquiera.
El de perder libertades, derechos y garantías es un miedo que ha de estar presente siempre en la sociedad
A pesar de que, en este tiempo de tanta incertidumbre, no sepamos bien adónde vamos, sí sabemos de dónde venimos, puesto que el desasosiego aún no nos ha provocado amnesia. Y por eso conviene decir que, en esa alocución remota de un personaje cada vez más ficticio, hay un poco de mezquindad y un mucho de cálculo político de baja estofa, pensando ya en las próximas elecciones.
Miedos tenemos muchos, y justificados; no hace falta añadir miedos injustificados. Las unidades del ejército que realizan la desinfección de infraestructuras o instalan hospitales de campaña merecen el agradecimiento de los ciudadanos, sin distinción política; no que intenten asimilarlas a los regimientos del general Pavía poniendo fin a la I República española. Pero para mantener vivas las brasas del proceso hay que encender los ánimos de los seguidores, aunque para ello haya que desfigurar la realidad hasta hacerla irreconocible.
Como no se puede volver a la época en que se usaban oraciones condicionales —si fuéramos independientes, esto y lo otro funcionarían de maravilla—, el capítulo siguiente de la movilización procesista se basará, previsiblemente, en afirmar que el gobierno aprovechó la crisis sanitaria para puentear a la Generalitat, perjudicó alevosamente a los catalanes y usó el ejército para exhibir poderío; todo dicho con palabras gruesas y profusión de chistes malos. Por más tweets que le echen, esto no sale de rancio.