Robert Allen Zimmerman nació en la ciudad de Duluth, estado de Minesota (EEUU) el 24 de mayo de 1941, en plena segunda guerra mundial. Es hijo de Abram Zimmerman, trabajador de la industria petrolera, y de su esposa, Beatrice Stone. Su padre procede de judíos rusos que escaparon a EEUU de la persecución antisemita de Rusia, a principios del siglo XX. Su madre, a su vez, es descendiente de judíos lituanos, kirguises y turcos. El padre de los Zimmerman contrajo la poliomielitis dos décadas antes de que naciese su hijo Bob. El nombre judío del chico era רוברט אלן צימרמאן, Shabtai Zisl ben Avraham.
El chaval se crio en Duluth, junto al lago Superior, y más tarde en Hibbing, en el interior del mismo Minesota. Allí estudió lo que en España sería el bachillerato. Era una zona pobre y deprimida en la que no había gran cosa que hacer. Dylan diría más tarde que en su pueblo pasaban cuatro cosas al año: la primavera, el verano, el otoño y el invierno, pero que en la radio ponían excelentes programas de música. Eso le salvó.
Bob Zimmerman fue un estudiante mediocre, lo mismo en la High School que en la universidad de Minesota, donde solo aguantó un año. Mostraba un carácter (cómo decirlo) difícil sin llegar a la insoportabilidad. No era guapo y lo sabía. Tampoco era alto, cosa que siempre ha tratado de disimular con unos sombreros en los que su cabeza cabía, como mínimo, dos o tres veces. Pero demostraba una asombrosa pasión por la música y por la creación poética, entendida esta como la elaboración de las letras de las canciones que escribía. Aprendió a tocar, no necesariamente por este orden, la guitarra, el bajo, la armónica (una de sus pasiones) y más tarde los teclados, sobre todo el piano.
El problema era su voz, que ya de jovencito era… (de nuevo: cómo decirlo) rara. Nasal, abaritonada, muy potente y con tendencia al alarido o, por mejor decir, al balido prolongado. Algo así como un gato ronco pero de mucho pulmón, porque lo que sí tenía era fuelle. Entre su llamativa nariz, su aspecto desaliñado y aquella voz, alguien que seguramente no era uno de sus mejores amigos lo describió alguna vez como una “cacatúa desnutrida”.
Pronto cambió de nombre, incluso legalmente. Se hizo llamar Bob Dylan, y tomó el apellido de uno de sus poetas favoritos: Dylan Thomas. Comenzaban los años 60: Kennedy (su asesinato le obsesionó durante años), el vertiginoso desarrollo, la enorme desigualdad, los derechos civiles, los primeros problemas serios con la guerra de Vietnam. Dylan estaba rodeado por la música folk, el country, que es, más que un estilo musical, una religión con un dios tan celoso como el propio Yahvé: si haces country, mejor que no se te ocurra hacer ninguna otra cosa porque te tratarán de apóstata y de judas. Una vez, años después, se lo llamaron y nunca lo olvidó.
La canción Blowin’ in the wind, que escribió en 1962, marcó un antes y un después en su vida. Es una de las piezas más célebres de todos los tiempos y también una de las más interpretadas: se cuentan más de 6.000 versiones distintas. Dylan profesaba el folk y el country, tonteaba con el rock y con el gospel y le ponía ojitos al blues, pero lo más importante eran sus letras: tenían que decir algo, a ser posible algo que hiciese pensar. Y en eso no le ganaba nadie. Las canciones de Dylan son suyas y de nadie más: hablan de él de sus pasiones, de sus pensamientos, de lo que le parece lo que ve. En pocos años se convirtió, sin duda muy a su pesar, en una especie de profeta de la llamada “canción protesta”, que abanderaba su amiga (y dicen que amante) Joan Baez. Dylan se convirtió, como Baez, en una figura indiscutida en el apoyo al movimiento de los derechos civiles, cuyo acto emblemático fue la histórica marcha sobre Washington del 28 de agosto de 1963. Dylan estaba allí cuando Martin Luther King pronunció su célebre discurso “Yo tengo un sueño”. Ya era famoso.
La carrera musical de Dylan es inabarcable. No es al único al que le pasa eso, pero hay muy pocos casos de músicos que no hayan sufrido, a lo largo de los años, bajones, épocas de desinterés del público, desapariciones (forzadas) más o menos largas, eclipses. Les ha pasado a todos, desde Frank Sinatra o Aretha Franklin hasta Leonard Bernstein. A Bob Dylan no. Siempre con su voz gatuna y su carácter arisco, siempre con su extraordinario talento para decir lo que quería, cambió de estilo veinte veces, cometió errores absurdos que habrían destruido a cualquiera, sufrió accidentes y enfermedades capaces de retirar a un rinoceronte, y hasta se permitió el inconcebible lujo de “desaparecer” (porque le dio la gana) de la vida pública durante ocho años, de 1966 a 1974. No pasó nada por todo eso. El público, cada vez más creciente y fiel, le esperó siempre y le perdonó todo… o casi todo.
No es al único al que le pasa eso, pero hay muy pocos casos de músicos que no hayan sufrido, a lo largo de los años, bajones, épocas de desinterés del público, desapariciones (forzadas) más o menos largas, eclipses
La única vez en que su reputación corrió serio peligro fue cuando, a finales de los 70, al judío Dylan le dio por convertirse al cristianismo evangélico, una de las sectas destructivas más peligrosas y, en EE UU, más influyentes, como bien sabe Donald Trump. Sus letras se llenaron de citas bíblicas y salmos y aleluyas. Fue horrible. Andaba por ahí tratando de evangelizar a todo bicho viviente. Empezó a decir, por primera vez en su vida, que sí, que era un profeta. Se convirtió en un tipo inaguantable. Estaba a punto de grabar su álbum Slow train coming cuando trató de captar para su secta al periodista musical Jerry Wexler. Este le dijo: “Mira, Bob. Estás tratando con un judío ateo de sesenta y dos años. Vamos a hacer el álbum, anda”. Con el tiempo se le pasó, claro, y acabó cantando delante de Juan Pablo II. Pero ahí sí corrió peligro. Mucho más que cuando casi se mata en un accidente de moto o cuando sufrió una crisis cardiaca muy severa. Dejó la bebida en los años 90.
Dylan es autor de canciones inmortales que están en la historia de la cultura occidental, como la que escribió para su idolatrado Woody Guthrie (Song to Woody), o Like a Rolling Stone, Highway 61 Revisited, Bringing It All Back Home, Blonde on Blonde o Blood on the Tracks. O, cómo no, The Times They Are a-Changin. O muchísimas más, porque este hombre, a lo largo de su carrera, ha escrito la friolera de 600 canciones distribuidas en 46 álbumes, el primero de 1962 y el último (por ahora) de 2020, hace apenas tres años. Ha tocado todos los géneros salvo el pop (si bien esto no es del todo cierto) y, que se sepa, el flamenco. Todas las listas de las mejores canciones de la historia están empedradas con su nombre. Le dieron el premio Príncipe de Asturias de las Artes en 2007, la medalla Presidencial de la Libertad en 2012 y el Oscar a la mejor canción (Wonder Boys) en 2000. Ha ganado 13 Grammys y 14 premios de primerísimo nivel en medio mundo.
Cuando le dieron el Nobel de Literatura, en 2016, se quedó perplejo y tardó en reaccionar: nunca se había parado a pensar que lo que él hacía cupiese dentro de las paredes de la solemne palabra “literatura”. Pero, a pesar de las protestas de algunos ultraortodoxos, de numerosos tuiteros y de la extrema derecha en general, que está en este mundo para eso, lo aceptó y lo agradeció, aunque no tuvo valor para presentarse a recogerlo en Estocolmo. Pero su discurso de gratitud es una pieza literaria de primer orden.
Quizá lo que mejor defina a Dylan es lo que de él dijo el presidente Bill Clinton cuando le entregó el Kennedy Center Honor, en la Casa Blanca: “Probablemente ha tenido más impacto en la gente de mi generación que cualquier otro artista creativo. Su voz y sus letras nunca han sido fáciles de oír, pero a lo largo de su carrera Bob Dylan nunca estuvo destinado a complacer. Ha perturbado la paz e incomodado a los poderosos”.
Cuando no está de gira (que es lo habitual) vive en Malibú. Es de imaginar que allí tenga un salón para guardar sus premios y condecoraciones, y una enorme nave industrial para almacenar sus incontables y descomunales sombreros, sin los cuales este incombustible gato ronco no sería lo que es.
Quizá lo que mejor defina a Dylan es lo que de él dijo el presidente Bill Clinton cuando le entregó el Kennedy Center Honor, en la Casa Blanca: “Probablemente ha tenido más impacto en la gente de mi generación que cualquier otro artista creativo. Su voz y sus letras nunca han sido fáciles de oír, pero a lo largo de su carrera Bob Dylan nunca estuvo destinado a complacer. Ha perturbado la paz e incomodado a los poderosos”.
Uno de esos sombreros llevaba hace unos días en Madrid, en el primero de los conciertos que dará en España este año. Huraño e intemperante como ha sido siempre, no permitió periodistas acreditados, fotógrafos ni teléfonos móviles. Se puso delante del piano y empezó a tocar y a cantar, a veces sentado, casi siempre de pie, con su voz de gato ronco a la que parece no afectar la edad. No cantó ni una de sus grandes obras clásicas: solo piezas recientes, sin concesiones a la galería. Tiene 82 años y sabe que, como dijo alguna vez, “pronto veré a Elvis”. Este anciano frágil e indoblegable lleva como tres décadas encadenando agotadoras giras de más de un centenar de conciertos (en España serán 12, en siete ciudades distintas) y, cosa inconcebible, sigue haciendo planes y contratando actuaciones para dentro de varios años. Total, a él qué más le da. Ya lo ha visto y vivido todo. Para qué parar, ¿verdad? ¿Para darse cuenta de que está cansado? Para eso no merece la pena detenerse.
* * *
El gato esfinge (sphynx) es un gato, como el astuto lector sin duda habrá adivinado por el nombre, y esto quiere decir que desciende, como absolutamente todos los gatos domésticos o callejeros conocidos, del Felis silvestris: el gato montés o salvaje euroasiático.
Seamos sinceros desde el principio: el gato esfinge no procede, en primera instancia de Egipto, a pesar de su nombre. Procede de Canadá y es el más famoso de los llamados “gatos sin pelo” que hay en el mundo. Esto, naturalmente, no es verdad: sí que tiene pelo, pero es cortísimo, apenas una película de vello.
Pero el sphynx tiene sus abuelos más remotos, efectivamente, en el antiguo Egipto. Allí los gatos (que se parecían mucho a nuestro sphynx) eran adorados por todo el mundo y tenían su propia diosa, Bastet, que representaba la fecundidad, la belleza y la protección. A los gatos, sobre todo a algunos, se les momificaba y se les enterraba con sus dueños. Esto quiere decir que vivían eternamente y seguían obsequiando sus roncos maullidos abaritonados, muy potentes, tanto en el lado de acá de la vida como en el inframundo. Cuando un gato doméstico moría, la familia se afeitaba las cejas en señal de luto (costumbre que afortunadamente se ha perdido). Y si alguien maltrataba a un gato le podía esperar la muerte. Eso aunque el gato desafinase, cosa no del todo infrecuente, o se hubiese convertido al cristianismo evangélico: no había excepciones.
Es verdad que los gatos, en nuestro tiempo, se han convertido en una peste insoportable, aunque sea una peste virtual. Inundan las redes sociales, en fotos empalagosas, gracias al inaudito número de cursis que tienen cuenta en Facebook o en twitter o donde rayos sea que la tengan. Pero antes de eso eran animales enigmáticos cuyo comportamiento impredecible definió, quizá mejor que nadie, Prosper Merimée en su novela Carmen: “Nunca vienen cuando se les llama y vienen cuando no se les llama”.
Es decir, que son emblemas de la libertad: hacen lo que les da la gana, le guste al público o no. Pero está claro que al público le gustan los gatos: llevan con nosotros alrededor de diez mil años, solo unos pocos más de los que hace que Bob Dylan empezó a emitir sonidos roncos por la garganta, y son una de las poquísimas especies que jamás han corrido el menor peligro de extinción. Y lo que les queda. Aguantan lo que les echen.
¿Están domesticados? A los seres humanos nos gusta pensar que sí. Ellos nos miran con su cara penetrante y enigmática. Son conscientes de que la respuesta, amigo mío, está flotando en el viento.
RichardManuel
¡Madre mía! Qué atrevida es la ignorancia.
ma
Ni canta ni toca. Qué aburrimiento de tío. El que quiera que escuche la primera versión de Huracán, sin los arreglos de la versión más conocida, un chunda-chunda insoportable
Cozumel
no lo habia leido lo sabia jajaja ha metido a Trump (Es también pastor evangélico... me lo he perdido) , el cristianismo y secta, todo junto en la vida de un cantante de 82 años.... pero Vietnam ni lo menciona No vaya a tratamiento, disfrute de su vida Algorri, no tienen cura sus obsesiones Y lo de pagar a un tipo para que sea arisco con su público, les "trollee" no les cante sus canciones clásicas y encima aplaudirle, son varios trastornos "síndrome de estocolmo" "alineación" "servidumbre voluntaria"
Cozumel
un truño de cantante, un scam, el premio nobel de los sellos de correos junto con Leonardo Cohen, el dúo Pimpinela que todo progre debe adorar (y bajo el sobaco lopais los domingos) y son pesados, aburridos y peseteros y se ríen de sus abducidos dylanianos como la mala de V una castaña pilonga su música
PijoListo
Ni fu ni fa