José Luis Ábalos Meco nació en Torrent (por entonces se decía Torrente), muy cerca de la ciudad de Valencia, el 9 de diciembre de 1959. Es el séptimo hijo, y el único varón, que tuvo su padre, Heliodoro Ábalos, con dos esposas, tras enviudar de la primera; la segunda es la madre de José Luis. Hay que decir que se trata de una familia peculiar. El padre nació en Carboneras de Guadazón, provincia de Cuenca, y su ilusión eran los toros. Con el nombre de Carbonerito (por el pueblo en que nació) toreó varias novilladas en los años 30, durante la República; no pasó de ahí. Tenía fama de valiente y siempre le llamaban prometedor, pero eso se lo llaman a mucha gente; Heliodoro Ábalos está, sin embargo, en el Cossío, algo que no puede decir cualquiera. Pero sobre todo tenía fama de izquierdista; también le apodaban, y le apodarían, “el torero rojo”.
La familia materna era todo lo contrario. El abuelo materno de José Luis, que se llamaba Julián, fue guardia civil y tuvo que ir a sofocar la rebelión de Asturias en 1934. Murió de una pulmonía. Así, la familia Ábalos Meco tuvo problemas con todo el mundo: durante la República, por el abuelo; y durante la guerra y la dictadura, por el padre. Este se hartó de su pueblo, cerró una droguería con la que intentaba sobrevivir, agarró a su mujer y a las niñas y se largó a Torrent, a un piso que les habían prestado. Allí nació José Luis.
Ábalos nació entre porcelanas. No es una metáfora de buena vida sino algo literal: ese era el material con que la familia fabricaba, en casa, muñecas que luego vendía. El niño José Luis, que salió callado, tímido, guapito de cara y con un carácter fuerte y “reservón”, que habría dicho su padre, estudió lo que pudo y como pudo; en un colegio “de pago”, como se decía entonces (pero pagaban como podían, si podían) y luego en el instituto. Trabajó en una tienda de souvenirs, en una gestoría, en lo que salía. Pronto llegó su “adolescencia revolucionaria”, como dice él mismo: a los 17 años se apuntó a las Juventudes Comunistas y poco después al PCE. Eso fue por la época en que estudiaba Magisterio no por vocación docente (que un poco también) sino porque era la carrera más corta de entonces… También por aquel tiempo comenzó la sucesión de sus matrimonios; se fue a vivir con su primera mujer, Pilar. Pero parte de su sueldo (dio clase a niños en un colegio durante unos pocos meses) tenía que dejarlo en casa de sus padres. Las estrecheces de la familia parecía que no iban a terminar nunca.
Su carrera política, después del “noviciado” en el PCE, comenzó con un golpe de talento. En 1981, el año del 23-F, ya estaba muy claro por quién apostaba la socialdemocracia europea para conducir la izquierda española. El gobierno de Calvo-Sotelo se hundía sin remedio y Ábalos no lo dudó: se apuntó al PSOE, que era donde estaba el futuro. Había muchos sueños y mucho porvenir, pero no demasiada gente preparada, y aquel chaval que hablaba y escribía razonablemente bien porque le gustaba mucho leer, que era disciplinado y servicial, empezó como jefe de gabinete del delegado del gobierno (por entonces aún se llamaba gobernador civil) en la Comunidad Valenciana, que acababa de aprobar su estatuto de autonomía. Estamos en 1982. El puesto no era gran cosa, pero como principio no estaba tan mal.
La velocidad de la carrera de Ábalos en el PSOE no fue excesiva pero tampoco se quedó dormido. Siguió, sobre poco más o menos, el plan que seguían (o trataban de seguir) todos: puestos administrativos, progreso razonablemente estándar dentro de la estructura del partido, secretario general de la Agrupación de Valencia y, por fin, ya en 1999, concejal de la capital valenciana. Estaría allí diez años. En ese tiempo intentó subir en el escalafón socialista y le pasó lo que a tanta gente: que a veces ganaba y a veces perdía, pero poco a poco fue criando fama de ser un tipo seguro, fiable, de principios y de ideas bien cimentadas. Alguien en quien podías confiar, que no engañaba, que no mentía más que lo indispensable y que ya había aprendido a funcionar, si no había más remedio, con el habitual y fraterno método de puñaladas a los ¡queridos compañeros! que se usa en todos los partidos, pero singularmente en los de izquierda. En fin, que estaba por encima de la media. Aprovechó bien los años del “felipato” (el mandato de González) y de quienes le siguieron.
Tomó partido cuando hubo que tomarlo, y cada vez se equivocaba menos. Fue uno de los pocos que apoyó a Zapatero cuando este intentó, y logró por nueve votos, ser elegido secretario general. Entró en el Congreso, también como tantos, para cubrir la baja de una diputada (en este caso valenciana) a la que habían llamado a más altos destinos, Inmaculada Gómez Piñero. Así había llegado también Pedro Sánchez a su asiento. Pero Ábalos se tiró en el escaño nueve años seguidos. Logró el control del PSPV (los socialistas valencianos) en 2012. Aquel típico “fontanero” que conocía como pocos los engranajes y los rituales de cortejo del PSOE, que tenía moderada fama de conspirador y de “aparatero”, decía cosas como “A la política no se viene a hacer amigos, se viene a hacer política”, o “Yo vine para quedarme y no me echa nadie”.
Pero todo político con tendencia al ascenso dentro del fluido de una jerarquía necesita un padrino, un mentor, y el impulsor decisivo de José Luis Ábalos fue, sin la menor duda, Pedro Sánchez. Ábalos fue “sanchista” desde que el melifluo madrileño no era nadie. Le apoyó en las primarias de 2014. Salió bien. Le siguió apoyando dos años después, cuando las cañas se volvieron lanzas y Sánchez fue defenestrado de la secretaría general del PSOE por una conjura de tintes shakespearianos. Continuó apoyando a Sánchez en 2017, cuando aquel loco que no admitía jamás una derrota volvió a presentarse a las primarias para dirigir el partido… y las ganó. Cuando Sánchez viajaba a Levante, se quedaba en casa de Ábalos. Con eso está dicho todo.
Semejante fidelidad en las duras y en las más duras fue premiada, como no podía ser de otro modo. Ábalos fue nombrado –interinamente– portavoz del Grupo Parlamentario socialista en mayo de 2017. Estuvo allí un mes, porque inmediatamente Sánchez le hizo elegir nada menos que secretario de Organización del PSOE. El puesto clave. El número tres que muchas veces ejercía de número dos. El que hace las listas. El que, si es despierto, maneja toda la información. El puesto que habían ocupado, entre otros, Óscar López, Marcelino Iglesias, Pepe Blanco, Txiki Benegas y Alfonso Guerra (pero quién se acordaba ya de Alfonso Guerra). El factótum. La mano derecha del presidente.
Cuando al año siguiente, tras la célebre moción de censura “de equilibristas” contra Rajoy, Pedro Sánchez alcanzó la presidencia del Gobierno, Ábalos fue nombrado ministro de Fomento. Que ya no se llamaría así, sino de “transportes, movilidad y agenda urbana”, pero las competencias eran las mismas y el inmenso presupuesto también. Ábalos, que era capaz de citar de memoria a García Márquez y a Lorca, y que no hacía el ridículo bailando bachata, tenía (mejor fuera decir que había aprendido) mucha mano izquierda en las negociaciones, algo que hizo falta muchas veces en aquel gobierno de coalición en el que demasiadas cosas dependían del humor con que se levantase cada mañana Pablo Iglesias, el vicepresidente.
Todo parecía ir bien… salvo por algunas cosas raras. Lo de la llegada a España, el 19 de enero de 2020, de la vicepresidenta venezolana Delcy Rodríguez, una furibunda seguidora de Nicolás Maduro que tenía prohibida la entrada en el espacio Schengen. Le pidieron al ministro que se ocupase de arreglar el asunto. Aquella fue probablemente la primera vez en que Ábalos mintió… tal mal. Se reunió con aquella ménade, que desde luego se bajó del avión, y tuvo que admitirlo porque el asunto llegó al Tribunal Supremo. Algo parecía no andar bien.
Se desató la pandemia que había de cambiar tantas cosas, y un día (estamos en el verano de 2021) Sánchez llamó a Ábalos. “Te tienes que ir”, le dijo, “y tú sabes por qué”. No hubo entonces explicaciones públicas. José Luis Ábalos dimitió como ministro, dimitió como secretario de Organización del PSOE y se refugió, dentro del Congreso, en la presidencia de la Comisión de Interior. Eso fue unos meses después.
Y entonces empezó a hablarse de alguien que hasta entonces había pasado inadvertido… para la mayoría, y eso a pesar de su llamativo tamaño: Koldo García, que pasaba por ser el chófer, el guardaespaldas, el asistente para todo del ministro Ábalos. Resultó ser más cosas. Aquel gigantón de gafas oscuras fue detenido por la Guardia Civil en febrero de 2024. No había forma de ocultar que el tal Koldo se había forrado a base de bien con la venta de mascarillas durante la pandemia. Y era dificilísimo de creer que el ministro Ábalos, que se enteraba de todo, no se hubiese enterado de aquella tropelía, la peor de todas porque se cometió aprovechándose del estado de necesidad de los ciudadanos. “Te tienes que ir y tú sabes por qué”, le había dicho Sánchez… mucho tiempo atrás.
Ábalos no dejaba de repetir, muy nervioso, que era por completo inocente, pero nadie le creía. Le echaron de la Comisión de Interior. Le echaron del PSOE, ¡a él! Le pidieron el acta de diputado, que se negó a entregar: convirtió su escaño en las murallas de Numancia. E hizo bien, porque seguir siendo diputado le convertía en aforado. No estaba a salvo de la justicia, pero esta lo tenía más difícil para hacer presa en él.
Luego apareció un personaje que parece sacado de los guiones que Mario Puzo escribió para la trilogía El Padrino: Víctor de Aldama, compinche de Koldo García, que pasa por ser empresario y “comisionista”, y que en realidad parece ser un conseguidor que, según él, habría proporcionado abultados sobres de dinero al propio Koldo, a Santos Cerdán (nuevo secretario de Organización del PSOE) y… al propio Ábalos. Aquel hombre, dotado de una prodigiosa imaginación y de una lengua incansable, parecía dispuesto a “pringar” a todo el mundo. “Te tienes que ir y tú sabes por qué”.
La comparecencia de Ábalos ante el Tribunal Supremo, el jueves 12 de diciembre pasado, fue algo parecido a un partido de frontón… de tres horas. El exministro y ex mano derecha de Sánchez lo negó todo salvo su nombre. No había cobrado comisiones de ninguna clase supuestamente pagadas por empresarios favorecidos desde su Ministerio. Las adjudicaciones de trabajos a esos empresarios habían sido limpias, no a cambio de “mordidas”. Él no sabía quién pagó el chalé de Cádiz, creía que Koldo. Tampoco sabía cómo ni quién pagaba el alquiler del “peazo” piso de la Plaza de España en que había vivido su propia pareja. Y, desde luego, lo de las mascarillas durante la pandemia había sido blanco e impoluto como las alas del Espíritu Santo; esto a pesar de que el nuevo ministro de Transportes y todo lo demás, Óscar Puente, su ex compañero de partido, hubiese encargado una auditoría en la que ha quedado claro que los millones de mascarillas los compró la empresa Soluciones de Gestión, epicentro de la “trama Koldo”.
Un ex alto cargo del PSOE, ya jubilado, que ha pasado varias décadas en uno de esos puestos en los que uno se entera de todo, meneaba la cabeza: “El juez no se ha creído ni una sola palabra de lo que le dijo José Luis. Y yo tampoco. Hágase usted cargo: este hombre lo pasó muy mal de chico, su familia atravesó muchas penurias y estrecheces. Y eso, antes o después, se nota… El dinero fácil es lo peor que hay”.
“Te tienes que ir y tú sabes por qué”, le había dicho el jefe.
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El mapache cangrejero (Procyon cancrivorus) es un destacado miembro de la no muy nutrida familia de los mapaches; este vive en América del Sur y destaca por su desmedido gusto por el marisco, el pescado y las ranas. Se diferencia del mapache común (Procyon lotor) en que su morro es bastante más largo.
Parece adorable, no digan ustedes que no, con ese antifaz negro y esa carita que sabe poner de buen chico, de persona fiable, de animalito serio y responsable. Pero su propio nombre, mapache, procede de la lengua náhuatl: mapachtli, que quiere decir “el que toma todo en sus manos”.
Como sus primos del norte (que se han expandido por casi todo el mundo), el mapache cangrejero es un animal de hábitos nocturnos y silenciosos; lo que hace, lo hace a escondidas, sin que se entere nadie. Porque, habituado como está a vivir con los humanos, fuera de su hábitat natural es una plaga, por violento, por malvado y sobre todo por ladrón. Causa tremendos destrozos y por la mañana, cuando la gente se levanta, ve el desaguisado y se dice: “¿Quién habrá sido? ¿Cacos? ¿Comisionistas? ¿Quién está detrás de esta oscura trama?”.
Porque nadie se atreve a sospechar del mimoso, sonriente y aterciopelado mapache. Y él lo sabe.