Antes, mucho antes de que la Warner popularizara su malhumorado personaje en esa torpe versión del demonio de Tasmania, muy poco se sabía de la isla que le daba su nombre. Apostada en un confín de las antípodas, ha sido blanco de chistes incluso para los propios australianos, acostumbrados a mofarse de su aislamiento y su carácter salvaje.
Hoy, sin embargo, el mundo entero parece volver los ojos a este punto del mapa donde se esconde un territorio deslumbrante. Y si bien el famoso demonio es un marsupial carnívoro con muchas más malas pulgas que las del dibujo animado, Tasmania ha dejado de ser sólo su patria para erigirse también en la viva encarnación de lo mítico y lo remoto, en el romántico paradigma de uno de los muchos rincones que anticipan el fin del mundo.
Separada del continente rojo por el estrecho de Bass, a la bella Tassie -como se la apoda de forma cariñosa- no le falta de nada. Vastas extensiones vírgenes en quince parques nacionales cuajados de playas, lagos y bosques fluviales. Pero también una historia apasionante, bodegas que alumbran deliciosos vinos y fresca modernidad en ciudades como Hobart, Launceston o Burnie, donde hierve un desconocido panorama artístico.
La isla prisión
Su llegada en ferry desde Melbourne (también se puede acceder en avión) conserva el ambiente de los pioneros que arribaron a esta isla descubierta en 1642 por el holandés Abel Tasman. Fue colonizada después por convictos británicos que la convirtieron en un penal. Una huella que sigue viva en el sitio histórico de Port Arthur, donde los presos cumplieron brutales condenas en lo que llegó a concebirse como el infierno en la tierra.
En el camino a este lúgubre destino, y por carretera, como ha de devorarse la isla, saldrán al paso las bellas formaciones rocosas del arco de Tasmania, la cocina del Diablo o Remarkable Cave. Pero la naturaleza, que es su mejor baza, aún tendrá tiempo de explotar en los innumerables tesoros que suben y bajan por su geografía escarpada, en las vías fluviales y terrestres aptas para el rafting, kayak, ciclismo o bushwalking (caminatas por el monte), o en la abundante fauna que irrumpe de tanto en tanto, con ejemplares tan estrambóticos como ornitorrincos, wombats o equidnas.
Paraíso natural
Nadie que viaje a Tasmania debería perderse el Parque Nacional Freycinet, una península rodeada de playas blancas y aguas cristalinas donde se emplaza el rincón más fotografiado: la bahía de Wineglass, un entrante de mar con la forma perfecta de una copa que debe su nombre a la sangre que antaño teñía las aguas durante la caza de las ballenas. Tampoco el Parque Nacional Cradle Mountain y lago San Clair, donde aguarda el épico sendero Overland (80,5 kilómetros en seis días) que atraviesa las cimas más altas, bosques de eucaliptos y valles a merced de los vientos.
Desde las soleadas llanuras de las Midlands, con sus mansiones georgianas al estilo de la campiña inglesa; hasta la calma marinera de sus islas del norte (King y Flinders), santuario para miles de pájaros. O desde la selva tropical de Liffey Valley, plagada de canguros; hasta la formación volcánica de The Nut, con sus vistas sobrecogedoras. Colinas onduladas y acantilados abruptos, playas solitarias con olas gigantes y cavernas aborígenes de tiempo inmemorial. Paisajes, en definitiva, sin sombra de civilización. Tasmania es el mundo visto del revés.