Esta semana, Jorge Javier Vázquez, el presentador más mediático de Telecinco, jugaba a un juego peligroso en el diario que mantiene en la revista Lecturas. Desde esta plataforma -por si no tuviera bastante con la que llama a la puerta de los televidentes cada tarde durante cuatro horas- aprovechaba para pronunciarse sobre el “affaire Letizia”.
El presentador reconocía que había defendido a la futura reina, que se había partido la cara por ella por pura convicción, pero que también había echado en falta a lo largo de estos años una nota de agradecimiento. O, al menos, que la princesa le hubiese indicado de alguna manera que había recibido el ejemplar dedicado de su libro y que le había gustado. En esto último puede que tenga razón, por el simple hecho de ser agradecido ante los regalos -pese a que la novela de Vázquez no creemos que entre en los gustos de la princesa-, pero si uno defiende la postura de alguien por propia convicción, para luego admitir que esperaba algún tipo de palmadita en la espalda, es que está muy equivocado en la forma de ver la vida.
Puede que el presentador se haya identificado completamente con el vapuleo social de la princesa Letizia. Puede que Vázquez sea de las pocas personas capaces de sentir en su piel lo que significa ser odiado tanto por sus compañeros de profesión como por una gran parte de la sociedad. O puede, simplemente, que se trate de otro golpe de efecto para atraer la atención de todos los focos -una de las especialidades del presentador, que se está convirtiendo en una costumbre peligrosa-.
El presentador que todos odian, pero conocen
Jorge Javier Vázquez, igual que Mercedes Milà, tiene el don de revolver a la sociedad, de enemistarse con lo propio y ajeno, de presentar programas que nadie admite ver pero que luego son líderes de audiencia. Se trata de ese tipo de personaje al que hay que odiar públicamente por una mera cuestión de aceptación social. Vázquez ha dado un giro la figura del conductor de programas televisivos. Puede que no lo haya hecho en la dirección que algunos pensaban, pero así ha sido. Y en un momento en que reclamamos evolución y modernidad, ¿tiene lógica darle un premio a un busto parlante que lee las noticias que otro le ha escrito en una pantalla o es mejor apostar por la novedad?
Jorge Javier ha conseguido acumular en su persona todo el odio que la gente siente hacia la crónica social. Él solito ha sabido convertirse en el estandarte de un tipo de prensa denostado, acumulando rencores, desprecios, odios y, si se ponen, incluso insultos. Pero no se equivoquen, el presentador está encantado con ello.
Vázquez conoce el funcionamiento del negocio como nadie, sabe marcar los tiempos, reconducir las informaciones y avivar el fuego cuando parece que se está quedando en las brasas. Pero lo peor de todo es que se siente poderoso. Sabe que es la gallina de los huevos de oro de la cadena, que su presencia es imprescindible, que vale dinero y que siempre habrá alguien dispuesto a pagarlo. ¿Cómo no va a sufrir ataques de megalomanía cuando a su alrededor todo el mundo le reverencia sus movimientos? Vázquez se ha autoproclamado rey y sus súbitos aplauden su coronación -incluso la que en otro momento fue la princesa del pueblo le ha cedido el testigo-.
La cercanía le conecta con el público
Pero todo reinado llega a su fin -y sino que nos lo digan a nosotros-. Mientras las raciones diarias de Sálvame y las noches del Deluxe van funcionando, unas veces mejor, otras veces peor, las incursiones de Vázquez en otros formatos no han sido lo exitosas que cabría esperar de alguien que atrae tanto público. El relevo de Jordi González al frente de Hay una cosa que te quiero decir ha supuesto un impulso para el programa y ha evidenciado la comodidad de González frente a la rigidez de Vázquez. Pero, además, la última edición de Supervivientes ha cosechado una audiencia muy discreta, únicamente revitalizada por la presencia de una persona que no era ni concursante, Rosa Benito. ¿Asistimos al principio del fin?
Con todo esto al presentador hay que reconocerse el mérito que se merece. Vázquez ha conseguido darle otro aire a la televisión española, esa que todavía cree que puede sentar a cuatro generaciones delante del televisor con cada programa -nada que ver con los ritmos que se marcan desde otros países-. Mientras asistimos atónitos a una vuelta al pasado tan descarada como El pueblo más divertido, el prime time encargado a Mariló Montero y que parece sacado directamente de la televisión de finales de los 70, Jorge Javier ha roto la barrera entre programa y público.
El presentador se ha encargado de desmitificarnos la televisión, de quitarse el eterno pinganillo e improvisar sobre la marcha, como haría una señora sentada en el sofá de su casa. Y es esta cercanía la que ha conectado con el gran público, incluso con aquellos que afirman detestarle. Pero que no se confíe. Otras torres más altas han caído. Y en ese momento, el escultural cuerpo que el presentador cree tener no le servirá para nada.