Esta es una de esas historias que podría empezar en varios lugares a la vez y con varios protagonistas. Con Cristóbal en Barcelona, Toni en Alicante o con Jessica en Italia. En cualquiera de las muchas ramas familiares que durante ocho generaciones se extendieron desde Murcia hacia el norte y por la costa mediterránea. Todos ellos, de manera aislada, sabían que existía una especie de ‘maldición’ familiar, un mal que se presentaba un buen día y terminaba postrando a algunos de ellos en una silla de ruedas o en la cama. Todos conocían un abuelo, un tío o un primo que había desarrollado esta enfermedad que un día les impedía caminar y terminaba reduciendo su esperanza de vida. Pero ninguno tenía un diagnóstico certero.
En la localidad castellonense de Vila-real, Abrahán Guirao sintió el zarpazo de la enfermedad a los 13 años, cuando empezó a tener problemas para jugar al fútbol y subir escaleras. “A partir de los 17 empecé a usar la silla de ruedas para trayectos largos”, recuerda. “Al final es progresivo: primero muleta, luego muleta y silla… Ahora, con 34 años, soy dependiente 100%. Voy en silla y para levantarme de la cama utilizo una grúa hidráulica”. Casi por la misma fecha, y sin tener noticia de su primo lejano, Antonio Marín vivió una progresión parecida en la pequeña localidad de Valentín, en Murcia. “No podía correr como mis compañeros”, recuerda. “En las clases de gimnasia de la EGB se saltaba el potro y yo no podía. Me ponía a subir escaleras y veía que tenía muchas dificultades, tenía que ir apoyándome”. Ahora, a sus 40 años, camina con dificultad aunque aún no necesita la silla de ruedas.
Padres, hijos y abuelos peregrinaron durante años de especialista en especialista en busca de respuestas
Tanto Abrahán como Antonio comenzaron a sentir los primeros síntomas a una edad más joven que sus padres y abuelos. “Mi abuelo y mi padre murieron por la enfermedad”, explica Guirao pero, a diferencia de él, ambos empezaron a manifestar síntomas en la edad adulta. El padre de Marín, camionero, tuvo una vida normal hasta que empezó a aparecer el problema. “Ahora tiene 76 años, apenas se puede mover y hay que ayudarle a comer y beber con una pajita”, asegura. Durante aquellos primeros años, padres, hijos y abuelos peregrinaron de especialista en especialista en busca de respuestas. Pero entonces aún se estaban reuniendo las primeras piezas del puzzle. “Durante décadas sabíamos que sufríamos una distrofia muscular, pero no sabíamos ni qué tipo de distrofia teníamos”, explica Guirao. “A mí me dijeron que tenía atrofia muscular espinal, que nada tiene que ver con mi enfermedad”, añade Marín.
A partir del año 2000, fueron los neurólogos que les atendían de forma independiente en sus regiones los que empezaron a atar los primeros cabos para conocer la verdadera naturaleza de su enfermedad. El doctor José Gámez, en Barcelona, y el doctor Juan Vílchez, en Valencia, atendían varios casos y empezaban a juntar todas las piezas. “Yo trataba al abuelo, al padre y a los tíos de Abrahán”, explica Vílchez a Next. “Sabíamos que había otras ramas por Barcelona, que procedían de Murcia y que era una enfermedad muscular, hereditaria y con un perfil peculiar porque tenía una expresión muy variable: en unos casos se comportaba como una enfermedad relativamente benigna y en otros casos tenía tintes de gravedad”. Fue entonces cuando descubrieron que un doctor italiano, Corrado Angelini, estaba tratando a una rama de la familia que se había ido a vivir a Italia, y el esfuerzo de todos - gracias a las nuevas técnicas de análisis de ADN - desembocó en la caracterización del gen en el que todos tienen la mutación y que provoca su problema muscular. En 2013, el primer estudio completo indicó que el problema estaba en el gen de la Transportina 3 (TNPO3) y la enfermedad se bautizó como miopatía de cinturas tipo LGMD1F . El misterio empezaba a resolverse.
Detectives de la distrofia
La noticia fue llegando a los enfermos, que empezaron a hacer una búsqueda del resto de familiares. Algunos coordinaron la creación de la asociación “Conquistando escalones” para recaudar fondos para la investigación y se formaron grupos de Whatsapp para seguir la pista de la enfermedad y ver cómo se había extendido la familia. Antonio Marín asumió la tarea de reconstruir el árbol genealógico completo y localizar a los familiares perdidos. Además de consultar registros civiles, cementerios e iglesias, hizo algunas labores de detective. “La única manera de conseguirlo era preguntar a los más mayores por otros familiares, abuelos y tíos, y saber dónde se habían marchado”, asegura. “Pero resulta que hay familia que está peleada, que no se hablan entre ellos. A veces pedía un contacto y me decían “yo con ese no me hablo.” Hasta me colgaban el teléfono”.
Se formaron grupos de Whatsapp para seguir la pista de la enfermedad y ver cómo se había extendido la familia
Después de muchas llamadas, Marín se dio cuenta de que todas las líneas del árbol conducían al mismo lugar, y era justo a la pedanía de Valentín, en Murcia, donde él había nacido y crecido. “El origen de la enfermedad se sitúa aquí y la primera persona de la que hay constancia de que sufría la enfermedad es la abuela Reyes”, asegura. Reyes del Amor Giménez, nacida en 1876, es el nexo en común de toda la saga familiar, aunque sus padres y abuelos podrían haberla sufrido sin que quedara constancia. “La abuela Reyes era mi bisabuela. Mi padre la conoció y me afirma que a ella le pasaba algo en las piernas”. Sobre los familiares anteriores, lo único que dice la partida de defunción es que murieron por insuficiencia respiratoria, lo que cuadra con un caso de distrofia muscular, pero no es concluyente.
En el árbol genealógico culminado por Antonio Marín hay identificadas hasta el momento 463 personas. De ellas, alrededor de 200 han sufrido la enfermedad, aunque solo 46 viven actualmente, distribuidos en localidades de Castellón, Murcia, Barcelona y Huelva, además de la rama que se fue a Italia. Hay un apellido que es común para todos, que es Giménez, aunque en los foros internos se llaman a sí mismos los “yogures” porque - bromean - “tienen fecha de caducidad”. “Sabemos además que hay otro medio centenar que probablemente sean portadores del gen, pero unos se han hecho las pruebas y otros no se las quieren hacer”, explica Marín. “Yo le digo que les conviene saberlo porque si quieren tener un hijo pueden tomar precauciones”. En su caso, por ejemplo, cuando tuvieron su primer hijo su mujer se hizo la prueba de la amniocentesis y por suerte resultó estar sano. “Pero el pasado mes de agosto tuvimos una interrupción del embarazo”, revela. “En este caso el feto estaba afectado, y lo interrumpimos porque lo que yo no voy a hacer es condenar a un hijo mío, que todavía no lo conozco, a pasar por lo que yo he pasado, o en condiciones peores”.
Un punto débil del sida
Una mañana después de conocerse el análisis genético de los pacientes, José Alcamí, investigador del Instituto de Salud Carlos III, recibió una llamada de su director, por entonces Toni Andreu. Alcamí escuchó a su interlocutor informarle sobre aquella enfermedad rara sobre la que estaban investigando, la distrofia de cinturas LGMD1F. “Por fin hemos encontrado el gen alterado”, le comunicó Andreu. “La sorpresa es que es un gen que no tiene que ver con enfermedades musculares, es el gen de la Transportina 3, ¿te dice algo?”. Por un instante Alcamí saltó de la silla, porque aquel gen expresaba una proteína esencial para la entrada del virus VIH en el núcleo de los linfocitos y el defecto tenía un implicación funcional: aquella familia no solo sería inmune al sida, sino que su metabolismo celular revelaba una posible estrategia para detener al virus.
“Hicimos un ensayo con la sangre de siete pacientes y no los infectábamos ni a tiros”
“Al poco tiempo hicimos un ensayo con la sangre de siete pacientes y no los infectábamos ni a tiros”, relata Alcamí. “Tomamos más muestras y hemos hecho pruebas con 32 pacientes de la familia. Y solo hay una excepción, uno que sí se infecta, lo cual es muy interesante, porque habrá hecho un mecanismo de compensación”. Lo que sucede en los miembros de la familia Giménez que desarrollan la enfermedad es que sufren una minidelección en un gen, es decir, les falta uno de los caracteres del libro de instrucciones que utiliza la célula para fabricar la transportina, de modo que la célula sigue leyendo y produce una proteína un poco más larga que ya no funciona bien. El nucleótido se pierde justo antes de que haya lo que se llama un codón de paradas, la codificación sigue hasta llegar al siguiente codón, se pasa de frenada y da una proteína más larga por solo 15 aminoácidos, pero suficientes para alterar el funcionamiento”.
Para entender cuál es la causa por la que no se infectan de VIH hay que conocer primero el papel de la transportina 3 en el metabolismo celular. De alguna manera, explica el especialista, esta proteína funciona como un autobús molecular. Es capaz de atravesar las puertas del núcleo y es el transporte que utiliza el VIH para infectar a la célula. “Normalmente las proteínas se han adaptado a coger varios ‘autobuses’”, explica Alcamí, “pero el VIH es muy dependiente de esta línea y ese puede ser su punto débil”. ¿Cómo de esperanzadora es esta vía para tratar el sida? En el pasado solo hay un caso similar, en el que la mutación en un gen, conocida como Delta 32, impedía al virus penetrar en la célula porque las “llaves” para entrar no encajaban. El equipo de Alcamí está a punto de publicar un experimento crucial, en el que comprobarán en la sangre de los pacientes si un virus VIH mutado (que no necesita la transportina) sí que infecta los linfocitos, lo que confirmaría al 100% que es este factor el que determina la infección.
“Yo no voy a hacer es condenar a un hijo mío a pasar por lo que yo he pasado, o en condiciones peores”
De confirmarse este resultado, en el futuro, como sucedió con el caso de Delta 32, quizá sea posible desarrollar una estrategia para extraer linfocitos del paciente infectado y dotarles de una transportina mutante que bloquee al virus antes de volver a inoculárselos. O diseñar nuevos fármacos que utilicen estas rutas metabólicas para frenar la infección. En general Alcamí se muestra un poco más optimista respecto a las posibilidad de desarrollar alguna vía de abordaje de la propia distrofia que afecta a Antonio, Abrahán y el resto de la extensa familia. El investigador piensa, por ejemplo, en diseñar un fármaco que separe la proteína mutada de las que funcionen con normalidad y les permita hacer su trabajo, de modo que el músculo, en este caso, no dejaría de funcionar.
En los últimos años los investigadores también han hallado varios casos de la misma distrofia en Suecia, Finlandia, Hungría y Checoslovaquia. En su caso, la delección se produce en otro nucleótido, pero los efectos son exactamente los mismos. “Lo que va a permitir todo esto es conocer muchas funciones celulares que hasta ahora eran desconocidas”, concluye el doctor Vílchez, quien coordina desde hace unos años la investigación clínica de todos estos pacientes en España. “Y sobre todo es un estupendo banco de pruebas para conocer cómo repercute el fallo de esas funciones en otros aspectos”. En este momento, por ejemplo, un grupo de Valencia está probando el efecto de diferentes medicamentos dentro de la célula que puedan corregir este defecto, y otros equipos trabajan ya en aplicar la tecnología CRISPR para editar el error en el ADN y cortar la “cola” a la transportina dañada que provoca la distrofia muscular.
“Ser inmunes al sida nos ha abierto muchas puertas, si no estaríamos igual de perdidos que otros pacientes”
“Lo del sida fue muy sorprendente, pero si te soy sincero, gracias al sida estos investigadores se han interesado por nosotros”, reconoce Marín. “A nosotros el hecho de ser inmunes nos ha abierto muchas puertas, si no estaríamos igual de perdidos que otros muchos pacientes que sufren enfermedades raras que no se investigan”. Ahora su gran esperanza es que estas investigaciones abran la puerta a un tratamiento para su enfermedad y para otras distrofias. En ciencia avanza todo muy despacio y las posibilidades de que que se desarrolle un tratamiento son a largo plazo y como mucho detendría la evolución de la enfermedad, nunca la revertiría. Pero después de ocho generaciones de lucha, los miembros de “Conquistando Escalones” parecen atisbar por primera vez el final de esta larga y empinada escalera.