Muchas de las canciones de Bob Dylan hablan del efecto del paso del tiempo sobre nuestra forma de ver las cosas. Una de ellas, My Back Pages –que podríamos traducir como “las páginas que he pasado”– refleja cómo cuestiones que en la adolescencia o juventud se percibían como blanco o negro se matizan con el tiempo en muchos tonos de gris. Las cosas siguen siendo las mismas: los que no somos los mismos somos nosotros, que hemos cambiado porque hemos adquirido experiencia y conocimiento para juzgar con mayor perspectiva.
En Economía pasa lo mismo: a veces se plantean medidas que hace décadas se veían lógicas pero que ahora, con un mundo y unos procesos productivos totalmente distintos, han perdido todo su sentido: son páginas ya pasadas, medidas del siglo XX aplicadas en el siglo XXI y que ahora están llenas de tonalidades grises.
Es el caso, por ejemplo, de los aranceles que ha impuesto Trump sobre el acero y el aluminio –teóricamente para proteger esos sectores–: son instrumentos de defensa comercial idénticos a los que existían hace cincuenta años, pero aplicados sobre industrias y mercados acostumbrados a décadas de globalización y de aranceles mínimos. Hace cincuenta años, cuando la producción y las ventas se concentraban en países específicos altamente especializados, los aranceles tenían un impacto muy directo sobre el sector objetivo; pero con globalización y la liberalización comercial los países optimizaron internacionalmente su consumo –aumentando el intercambio de productos similares– y su producción –incrementando el comercio de productos intermedios y la dependencia de materias primas importadas de países más eficientes.
Pese al enfado de May y Trump, la rebelión de Airbus y de Harley Davidson obedece a estrictas decisiones empresariales que defienden su cuenta de resultados
En consecuencia, hoy las empresas distribuyen sus ventas y sus inputs por todo el mundo. Por eso, cuando Trump encarece la importación de acero numerosos fabricantes estadounidenses se quejan del encarecimiento de sus costes, y cuando la Unión Europea reacciona imponiendo aranceles sobre las motocicletas, la emblemática Harley Davidson –que tiene en la Unión Europea su segundo mercado mundial– amenaza con trasladar su producción. Los viejos aranceles ya no solo no protegen los mercados locales, también los perjudican, y las represalias tienen efectos mucho más poderosos sobre las grandes multinacionales.
Del mismo modo, el Brexit supone una revisión de la decisión de pertenecer o no a un club como la Unión Europea, una decisión que quizás se asemeje políticamente a la que se tomó en 1973, pero que se produce cuando el Reino Unido y su industria ya son completamente distintos. Y es que, tras haber permanecido 45 años integrado, el sistema productivo británico se ha acostumbrado a vivir sin aduanas. Así, por ejemplo, durante muchos años la fabricación del Airbus fue uno de los ejemplos clásicos de cadena de valor, es decir, de la desagregación de los componentes y ensamblaje de un producto en distintos países, por criterios de eficiencia. El Airbus 320 se fabrica en cuatro centros productivos europeos –en Francia, Alemania, Reino Unido y España–, y esta dispersión productiva exige una perfecta sincronización entre ellos, con un flujo de mercancías y de servicios libre de cualquier retraso para poder cumplir los exigentes plazos de entrega –que de por sí son bastante ajustados–.
Esto solo es posible en un mercado único, y por eso no sorprende que Airbus haya amenazado con abandonar su planta de fabricación en el Reino Unido –donde se producen las alas y sus componentes– en el caso de que no haya acuerdo sobre el Brexit para marzo de 2019. Quizás los gobernantes británicos no hayan percibido las ventajas de que la industria del Reino Unido esté integrada en las cadenas de valor europeas, pero lo que es seguro es que los inconvenientes de perder esa integración se manifestarán pronto en todo su esplendor.
Pese al enfado de los gobiernos británico y estadounidense –el presidente Trump ha llegado a amenazar por Twitter con incrementar los impuestos a Harley-Davidson si se iban–, la decisión de Airbus de volar y la de Harley Davidson de salir rodando no son caprichosas maniobras políticas, sino lógicas decisiones empresariales para defender su cuenta de resultados y a sus accionistas. Airbus simplemente no puede permitirse que las piezas que entran y salen de Reino Unido estén sujetas ahora a lentas y costosas inspecciones en aduanas –las que forzosamente tendrán que erigirse de nuevo si no hay acuerdo–, porque eso daría al traste con toda su planificación productiva. Harley Davidson, por su parte, sabe que sus compradores europeos no aceptarán pagar un 25% más (los aranceles de motocicletas estadounidenses han pasado del 6% al 31%) pudiendo fabricarse las mismas motos en otros países no sancionados por la Unión Europea.
Quien crea que salirse de la UE o del euro, o imponer de pronto aranceles, son decisiones fáciles, entre blanco y negro, no entiende que la economía ha cambiado para siempre
En el fondo, lo que subyace a todo esto es la ignorancia de los gobiernos británicos y estadounidense sobre el funcionamiento de los procesos productivos a nivel mundial. Y es una ignorancia culpable, pues en pocas cosas han estado más de acuerdo los economistas que en advertir de que, tras haber liberalizado e integrado un mercado, protegerlo y desintegrarlo tiene unos costes necesariamente muy elevados. La razón es muy simple: los cambios estructurales que han tenido lugar en los sistemas productivos se han consolidado y ya no tienen marcha atrás.
El mundo económico no es simétrico, y no es lo mismo no avanzar que retroceder después de haber avanzado. Por ello las consecuencias de no adherirse a la Unión Europea o al euro no son las mismas que las de salirse –por mucho que insista Stiglitz, ahora con Italia–: porque la estructura productiva no es la misma antes y décadas después de la adhesión; ni las consecuencias de mantener protegido un mercado como el del acero son iguales que la de volver a protegerlo décadas después de haberlo liberalizado.
Quien crea que salirse de la Unión Europea o del euro, o imponer de pronto aranceles, es una decisión radical y fácil, una elección entre blanco y negro, no entiende que el mundo económico ha cambiado para siempre. La tendencia lógica es a una mayor integración, y no a la desintegración o al aislacionismo; a la globalización modulada, y no al proteccionismo. Desintegración económica y proteccionismo arancelario deberían ser páginas ya pasadas, como las de Dylan. Es cierto que sigue habiendo otro proteccionismo, más sutil –en forma de barreras no arancelarias–, pero se está eliminando poco a poco en el marco de la OMC, y debería desaparecer definitivamente para dejar sin argumentos morales cualquier forma de unilateralismo.
Quizás alguno piense que evolucionar y relativizar las cosas con el paso del tiempo es algo malo, y que es una pena perder el radicalismo de la juventud. Pero Dylan, que no era precisamente un conformista, no lo creía así. My Back Pages pertenece al álbum Another Side of Bob Dylan, con un enfoque muy alejado de las canciones protesta de sus primeros tres discos. Fue publicado varios meses después de que Dylan, al escuchar asombrado en la radio I Want to Hold Your Hand de los Beatles, comprendiera que la música popular ya nunca sería igual. Pero el estribillo de My Back Pages no mira hacia atrás con nostalgia, sino con orgullo del presente y del valor de lo aprendido: “Era mucho más viejo entonces, ahora soy más joven”.