Mario Garcés Sanagustín, sólido jurista y una de las cabezas más claras del Partido Popular (es miembro del Comité Ejecutivo Nacional del PP y diputado por Huesca), es, yo creo que sobre todo, un excelente escritor que ha publicado libros memorables. Buen amigo mío, tuve el honor de presentar uno de ellos, Episodios extraordinarios de la Historia de España (Ediciones B), hace ya algunos años. En 2017 publicó una obra maestra, El Antipríncipe (Ed. Reino de Cordelia), una ácida y lúcida revisión de Maquiavelo. El su capítulo 31 dice lo siguiente, y pido perdón por lo largo de la cita pero merece la pena:
“Constituye un vicio consustancial a los pueblos actuales que todos los súbditos tengan formado un análisis o valoración sobre cualquier tema, profanando (…) el propio sentido común, porque hay que ser muy atrevido para reflexionar si se carece de fundamento y razón para hacerlo. Pues no hay materia que se resista a este ataque a la inteligencia humana (…) Los más complejos conceptos y las más intrincadas nociones son deglutidas por tan parcas mentes, y en toda plaza pública o mercado se oyen conversaciones imposibles. Estas depravadas y pírricas inteligencias se forman opinión a una velocidad sideral, no sea que haya otro súbdito que se anticipe en el comentario, pero tardan años, si no siglos, en desterrar esos prejuicios de sus cerebros. Y véase cómo defienden sus principios como si la vida les fuera en ello, siendo cierto en cambio que un día antes ningún conocimiento del asunto tenían”.
Aaron James, profesor de Filosofía en la universidad de California, publicó en 2012 un espléndido ensayo: Assholes: A theory (ed. Doubleday) que ha servido al cineasta James Walker para rodar un documental que lleva el mismo título y que ha emitido en España el canal Odisea con el título de Gilipollas: una teoría. El término “gilipollas” es de origen madrileño, como demuestra Antonio Gómez Rufo en su novela Madrid (Ed. B, 2016), y es de difícil traducción a otros idiomas; incluso se usa poco en regiones del castellano diferentes de la española, como México (allí se dice pendejo) o Argentina (boludo). En francés, la equivalencia más aproximada sería connard; en italiano podría ser coglione o testa di cazzo, aunque el significado que atribuye el profesor James al término asshole lo acerca más a la voz stronzo.
Es arrogante, prepotente, despectivo con todos; jamás escucha ni tiene en consideración lo que piensan los demás, porque su opinión es la única que cuenta; es agresivo, bravucón
¿Y cuál es ese significado? Bien, ahí está la madre del cordero. Vaya por delante que Aaron James no usa el adjetivo “gilipollas” como un insulto. Tampoco yo pretendo hacerlo aquí. Él busca una definición, digamos, académica; intenta la definición de un tipo humano de mente bastante simple, pero de características muy complejas. El gilipollas (resumo) es un personaje que se cree superior a los demás y que actúa como si de verdad lo fuese; es arrogante, prepotente, despectivo con todos; jamás escucha ni tiene en consideración lo que piensan los demás, porque su opinión es la única que cuenta; es agresivo, bravucón y matasiete.
Como vemos, Aaron James y James Walker van un paso más allá que Mario Garcés. El escritor aragonés se refiere al fatuo o petulante que habla de cualquier cosa de la que no tiene ni la menor idea; los dos norteamericanos añaden a eso la agresividad, la chulería, la absoluta falta de empatía, la virulencia verbal, el insulto. En el documental (que les recomiendo vivamente: lo estrenó Odisea el miércoles 25) queda claro que, en el mundo de las redes sociales, el máximo exponente del gilipollas es el hater o troll, un mal bicho que hace del odio, de la amenaza y del insulto una forma de vivir.
Redes sociales
El coronavirus, que ha cambiado de manera traumática y rapidísima las costumbres de gran parte de la humanidad, está extremando los caracteres de las personas. Está sacando lo mejor de muchísima gente que ya era buena, pero también lo peor de otros que llevan años levantándose de la cama con aliento a vinagre. Estamos viendo por todas partes ejemplos de heroísmo, de disciplina social, de empatía y de respeto mutuo que conmueven al más impávido, pero también estamos viendo todo lo contrario. Sobre todo en las redes sociales, que se han convertido para muchos de nosotros casi en el único medio de relación con el exterior de que disponemos en este trance. Como dice el documental, no es que ahora mismo haya muchos más gilipollas que antes: lo que sucede es que se les nota muchísimo más. Cuando Fernando Simón, el director (desde hace ocho años) del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, sale en televisión y dice que no se explica cómo en Alemania, con tantos infectados por coronavirus, hay tan pocos muertos, está verbalizando un enigma que seguramente no comprenden ni los propios alemanes. Aún no sabemos por qué pasa eso. Nada más. Ya llegará la explicación. Pero de repente aparece en Facebook un peatón que dice: “¿Que no entiendes lo de Alemania, Fernando Simón? Pues yo te lo voy a explicar, machote”. Y a continuación suelta una sarta de barbaridades que pueden resumirse en que la causa de que en Alemania muera menos gente la tiene Pedro Sánchez. Eso es lo que se entiende por un gilipollas. Llena por completo la definición del filósofo californiano.
Cualquier niño de seis años se da cuenta de que esto deja prácticamente a la misma altura a los gobiernos de la gran mayoría de los países del mundo, desde Italia a Estados Unidos, pero eso da igual
La desquiciada, de nombre Pilar B., que cuelga en YouTube un vídeo en el que asegura que el virus es creación de los masones, a los que llama asesinos y genocidas (ya está en el Juzgado la cosa), porque en el mundo hay 33.000 infectados (falso), que el médico chino que lo descubrió tenía 33 años (falso) y que el primer muerto también tenía 33 años (falso, pero a ella qué más le da). Los que no dejan de llamar incompetentes y hasta criminales a los gobernantes de la nación, porque todo esto “se sabía” (lo sabían ellos, ¡cómo no!) y “no hicieron nada”; cualquier niño de seis años se da cuenta de que esto deja prácticamente a la misma altura a los gobiernos de la gran mayoría de los países del mundo, desde Italia a Estados Unidos, pero eso da igual. El hijo de su madre de Joan Coma, concejal de la CUP en el Ayuntamiento de Vic, que tuitea (luego lo retiró) que hay que abrazar y toser en la cara a los militares de la UME que van a ayudarlos, para que se vayan y “no vuelvan más”.
¿Estamos rodeados de gilipollas? Yo creo que no. Su proporción respecto de la población total es, con toda probabilidad, la misma de siempre; pero su actitud, en un momento de gran tensión emocional como el que atravesamos, es extraordinariamente llamativa. Como el propio virus, la gilipollez no distingue entre colores políticos ni clases sociales: los hay en todas partes. Y hacen daño a mucha gente porque, por definición (vuelvo a Aaron James), la acción del gilipollas, y sobre todo la del hater, es eminentemente provocativa y destructiva: lo que pretenden es encabronar a quienes los leen o escuchan. Ese es su triste papel en la vida. Ellos son los más listos. Ellos siempre saben más. Y lo gritan. Lo que pensemos los demás carece de importancia. Una respuesta eficaz suele ser el humor. Mi querida Ana Serrano Velasco, pintora, escritora y músico, publicaba el otro día en redes sociales un post prodigioso: “¿El fallo del gobierno? Asesorarse por los mejores epidemiólogos y sanitarios, habiendo gente mucho mejor prepara en Facebook”.
En momentos como este, cuando es importantísimo mantener la serenidad, es una necesidad casi vital huir, ignorar, no hacer caso de los gilipollas.