Cincuenta y cinco días atrás, las personas aplaudían en la oscuridad. Eran apenas siluetas asomadas a los balcones. No había rostros, sólo sombras. El estruendo de sus palmas al chocar hacía pensar que afuera jarreaba y más de una vez abrí la ventana para comprobar si llovía. Eran las palmas. Cada quien en su casa, cada quien en su jaula.
Cuando llegó el cambio de hora, los aplaudidores adquirieron rostro y aspecto. Al fin podían verse los vecinos, de balcón a balcón. Ahí empezó la fiesta. Añadieron el baile, la homilía y hasta la vigilancia. De golpe se hizo de día y al acto de hacerse compañía enjaulados batiendo las palmas se sumaron versiones más o menos folclóricas: sesiones musicales, gritos, vivas. Después llegaron las cacerolas.
El aforo de los aplausos ha disminuido a un tercio. Desconfinados del miedo, cada quien ha vuelto sus asuntos
Cuanto peor se volvió la cifra de muertos, el aplauso se convirtió en el espacio de la felicidad: el cumpleaños feliz para este o aquel, la policía con sus sirenas y el quédate en casa como una ley a la que no podíamos apelar. Teníamos miedo a la enfermedad, a morir, a terminar en el Palacio de Hielo. La calle nos atemorizó. El recelo se convirtió en confinador.
Desde que los niños salieron a pasear, los aplausos menguaron. Acaso porque los más pequeños eran el motor de aquel barco de vapor que se ponía en marcha cada noche. Esa semana, los animadores del aplauso pusieron la música veinte minutos antes, para preparar los ánimos. Al estruendo anterior le siguió una lluvia fina y escasa. Pocas palmas.
Comenzó a coincidir el aplauso con la hora del paseo y mientras el mundo fue llenándose de personas sin rostro —mascarilla, pantallas de soldador— los balcones se vaciaron. Ayer escuché pocos, ecos de un mismo aplauso quizá. El aforo de los aplausos ha disminuido a un tercio. La misma proporción de los que nos toca por ley, para regresar al mundo de a poco.