A Pedro Sánchez y a su Gobierno, a sus ministros, a sus expertos sanitarios, a sus socios de coalición, a sus obras y a sus pompas, se les puede destinar un sinnúmero de sentimientos, actitudes, opiniones, voluntades y disposiciones diferentes. Habrá quien les adore y les haga la ola, indiferente a los errores y a las improvisaciones que se están cometiendo. Habrá quienes prefieran dejar sus críticas para más adelante, cuando el desastre haya pasado, y habrá quien decida quejarse ahora. Habrá también, en número imposible de calcular, quien les admire, quien les apoye con más o menos calor, quien les destine fervor o apatía o desabrimiento o desconfianza; quien les considere unos aficionados, quien les desprecie y hasta quien les odie. Todo eso no solo es legítimo sino inevitable en una locura como la que estamos viviendo, en la que los ánimos van y vienen, la casa se nos cae encima y las emociones están a flor de piel al ver que el “pequeño bastardo” (así llama al virus mi amiga Ana, que es anestesista y está agotada) se ha llevado ya por delante, en nuestro país, a más de quince mil personas.
Pero hay cosas que no se pueden hacer. Bajo ninguna circunstancia. Entre ellas, manipular el dolor de la gente, utilizar a los muertos para sacar tajada política, usarlos como parte de una estrategia de comunicación en la cual los elementos esenciales son la mentira, la calumnia y la ausencia de escrúpulos.
En julio de 2018, pronto hará dos años, el fotógrafo Ignacio Pereira ganó el premio PhotoEspaña a la mejor serie de fotografías (o relato visual) con una sorprendente colección de seis imágenes: los lugares más conocidos de Madrid, vacíos. La Puerta del Sol, la Gran Vía o la Castellana, sin coches, sin gente. Solamente una persona, diminuta, en cada imagen. Cielos grises, encapotados, lluvia. Pereira lo dijo entonces: “Pasear solo por la Gran Vía, por la Castellana, es un concepto que por mucho que quisiera no podía tener”. Cómo iba a imaginar él que esas fotos serían hoy, dos años después, nuestra pesadilla cotidiana.
En el fotomontaje, que ha publicado Vox –quién si no– alguien ha agregado un gran número de ataúdes, ordenados sobre las aceras y el asfalto, y cubiertos con la bandera nacional
Supongo que ustedes ya saben lo que ha pasado. Un manitas del Photoshop ha usado una de aquellas imágenes de Pereira. Se ve la Gran Vía de Madrid desde la esquina con la calle de la Chinchilla, en la acera de la izquierda en dirección a Callao. En la foto original hay una sola persona: un repartidor de Glovo que camina sobre el suelo mojado. En el fotomontaje, que ha publicado Vox –quién si no– alguien ha agregado un gran número de ataúdes, ordenados sobre las aceras y el asfalto, y cubiertos con la bandera nacional. El texto del tuit del partido de extrema derecha populista no tiene desperdicio: “Los españoles están haciendo muchas imágenes de manera espontánea. Esta retrata perfectamente el dolor de esta tragedia que el Gobierno y sus satélites mediáticos pretenden ocultar”.
No hay que ser ningún lince para imaginar de qué cubil procede el miserable “espontáneo” que manipuló la imagen de Pereira. Y el texto cuidadosamente redactado por Vox tampoco deja lugar a muchas dudas. No se dice: tan solo se sugiere que la imagen es real, por más delirante que resulte. Y vuelve sobre una de las ideas que Vox, en sus redes sociales, no deja de repetir obsesivamente: el Gobierno está mintiendo deliberadamente sobre el número de muertos y la Prensa está a su servicio, pagada, subvencionada, comprada y sobornada. Los únicos que dicen la verdad de lo que sucede son ellos.
Son dos bulos como dos catedrales, pero ni son los primeros ni, desdichadamente, serán los últimos. Las reacciones han sido tremendas. Las más llamativas, por abundantes, son las de quienes escriben innumerables variantes de esta frase: “Habéis perdido un votante. Con los muertos no se juega”.
Manipulación de manual
La publicación de ese fotomontaje “espontáneo” ha sido algo peor que una canallada: ha sido un error. Es lo que sucede cuando uno se siente más listo que los demás y se le va la mano en la estrategia publicitaria. Porque lo que Vox usa, y casi siempre con eficacia, no es una estrategia de imagen genuinamente política; es publicitaria. Saben muy bien a qué segmento de ciudadanos se dirigen: a los más ignorantes, a los más desvalidos, a los más cabreables, a los que se creen cualquier cosa, y la primera que hay que hacerles creer es que todos los demás mienten, ocultan información; solo ellos, salvadores de la patria, son fiables. Es una manipulación conspiranoica de manual, pero esta gente sabe muy bien que eso es lo que llevó a Trump, a Bolsonaro o a Salvini al poder. Mensajes muy fáciles de digerir (el hecho de que sean falsos no tiene la menor importancia) que van no a la cabeza sino a las tripas, a los sentimientos: Gobierno mentiroso, gobierno criminal, la culpa de todo la tienen Sánchez y sus cómplices, que son todos los demás menos nosotros, que venimos a salvaros. Pedro sepulturero, #CulpadePedroSanchez, por ahí seguido. Saben, como muy bien sabía Goebbels, que una mentira cien mil veces repetida se convierte en algo parecido a una verdad… para muchas personas. Las que ellos tratan de llevar a su huerto.
Hay en todo eso un profundo desprecio no solo por la verdad, sino por las personas a las que tratan de encandilar. Su autoproclamado amor infinito por los españoles se convierte, en realidad, en una contabilidad de tuits y retuits: no son personas, son cantidades. En esa estrategia, el odio es bueno, es útil, es productivo, por más daño que haga a las personas en quienes se inocula.
La gente, “el pueblo” como dicen ellos, nunca es una masa tan idiota como creen algunos diseñadores de estrategias de comunicación
Pero un buen estratega publicitario no debe perder nunca el contacto con la realidad, sobre todo si esa realidad está compuesta por seres humanos que sienten y padecen. Y tratar de poner a los muertos de su parte, que es lo que hace ese tuit infame, es demasiado repugnante incluso para quienes les apoyan. Es carroñerismo puro y de la peor especie. Una gran cantidad de sus seguidores ha sentido un profundo asco y lo han dicho. La gente, “el pueblo” como dicen ellos, nunca es una masa tan idiota como creen algunos diseñadores de estrategias de comunicación.
¿Y cuál es la respuesta ante la “sublevación de las ovejas”? Siempre la misma: el pues anda que tú. El “por qué no habláis de cuántas vidas se habrían salvado comprando respiradores con las subvenciones al cine español”, o a la Prensa, o a las feministas, o a lo que se les ocurra. Es una respuesta indigna de un niño de seis años, pero para “su público”, proclive a creer en salvadores que vienen en formación, prietas las filas, recias, marciales, funciona. Por qué no habláis de los inmigrantes, por qué no habláis del ébola, por qué no habláis del Prestige, por qué no habláis de Torra o de ETA o de Viriato o de María santísima, de lo que sea, repiten una y otra vez cuando se les pilla en una de estas. Siempre. Bulo tras bulo.
Así que cualquiera puede tener la opinión que mejor le parezca sobre Sánchez y su gestión, eso ni se discute. Sea favorable o contraria. Pero el cinismo y la carroñería acaban por pagarse. Un día u otro llegará la factura de ese asqueroso montaje de los ataúdes. Al tiempo.