Según avanza el juicio del 'procés' va quedando claro que el independentismo, organizado por el Govern, las asociaciones “culturales”, educativas, y la televisión autonómica, estuvieron trabajando para la creación de un espíritu nacionalista que exigía su consumación en un plazo cada vez más breve.
Ese final de la Historia -el Estado propio- debía producirse con una combinación de declaración institucional y de presión callejera que tenía la forma de violencia estructural. Si la legalidad no lo permitía, los independentistas estaban dispuestos a mostrar que su decisión era legítima porque se trataba de la “voluntad popular”.
En la creación de ese espíritu se inculcaron la xenofobia y el racismo, mentiras históricas, el supremacismo más ramplón y un victimismo que tarde o temprano llamarían a la violencia. La generación de una expectativa frustrada puede llevar a la melancolía, pero también a la comisión de actos violentos, esos en los que, como han declarado los guardias civiles y policías nacionales en el juicio, el individuo oculto entre la masa desencadena una “rabia descontrolada”.
En el ‘procés’ cada día queda más claro por los testimonios policiales que aquel golpe llevó como elemento imprescindible una rebelión
Esa violencia legitimadora formaba parte del plan. Supimos que era Jordi Sànchez, jefe de la ANC, quien estaba al mando en el asalto a la Consejería de Economía, incluso dando órdenes a Teresa Laplana, intendente a cargo de los Mossos aquel 20 de octubre. Trapero ya declaró que contaba con los conflictos callejeros desde el principio, y que lo sabía Puigdemont.
Ahora ha declarado Ferran López, comisario de los Mossos, que el 28 de septiembre de 2017 se reunió con Trapero, Junqueras, Forn y Puigdemont. El motivo era bien sencillo: avisar de que el 1-O se desencadenaría una “situación crítica” de “desórdenes y conflicto”, y que ellos, los Mossos, tenían un apercibimiento del Tribunal Constitucional para que impidieran el “referéndum”. La respuesta del fugado Puigdemont no deja lugar a dudas: si había violencia “declaraba la independencia”.
Hasta ahora hemos llamado “golpe de Estado” a lo ocurrido en Cataluña entre el 6 de septiembre y el 27 de octubre de 2017. Es cierto que hay quien quiere retirar las palabras “golpe” y “golpista” para que sea posible una “solución democrática”; es decir: establecer una negociación política con los que intentaron subvertir el orden constitucional. Es claro que si se define con tal epíteto a los independentistas dejan ipso facto de ser un interlocutor válido para cualquier demócrata. La solución a esta incomodidad pasa por cambiar el lenguaje, tergiversar o negar los hechos y las intenciones. Y todo esto lo está desmontando el juicio.
Los golpes de Estado precisan de alguna dosis de violencia, pero no necesariamente deben ir acompañados de una agitación de las masas. La historia de Europa y de la América española es testigo de eso.
Lo que ocurrió en Cataluña no fue como el 23-F, donde una turbia conspiración cívico-militar quiso interrumpir el rumbo. El golpe de Puigdemont y comparsas, con todo su entramado institucional y propagandístico, fue, o sigue siendo, un golpe posmoderno, con una violencia pasiva, de bloqueo y corte de comunicaciones, de performances ante las televisiones, con el uso de niños y ancianos, y una cuidada campaña de comunicación internacional. A esto se añadió, claro, un lenguaje y estética propios con los que expresar ese impostado espíritu popular, falsamente mayoritario.
Los inductores del ‘procés’ a sabiendas dejaron que se señalara como “bestias con forma humana” a guardias civiles y policías nacionales
Pero también, a ese golpe posmoderno se le unió una violencia activa que lo convierte en rebelión. Según la RAE, la rebelión es un “delito contra el orden público, penado por la ley ordinaria y por la militar, consistente en el levantamiento público y en cierta hostilidad contra los poderes del Estado, con el fin de derrocarlos”.
En el caso del 'procés' cada día queda más claro por los testimonios policiales que aquel golpe llevó como elemento imprescindible una rebelión. Sin la violencia posmoderna no quedaba patente esa voluntad general de autodeterminación, de construir la Arcadia.
La vieja ciencia política nos enseña que la generación y justificación de la violencia contra colectivos precisa de la animalización del enemigo y la denigración de este como humano para que el agresor suspenda momentáneamente su moralidad. Porque el hombre de la calle tiene una moral que es preciso arrinconar para convertirlo en violento. No olvidemos que los “manifestantes” eran gente común, normal, de esa que compra el pan por las mañanas, o que se pide un café con un cruasán a tu lado en la barra del bar. De esos tipos corrientes que sorprendían a Chaves Nogales o al mismísimo Arturo Barea en el Madrid del 36.
Los inductores del 'procés', tras décadas de adoctrinamiento banalizaron el mal, el cumplimiento por la fuerza de su destino en lo Universal, y a sabiendas dejaron que se señalara como “bestias con forma humana”, a esos españoles uniformados, guardias civiles y policías nacionales, para que fueran la víctima propiciatoria, el atrezo gratuito, de su plan golpista.