El fútbol funciona como un revelador fotográfico: expone los verdaderos colores de gobiernos, oposiciones, corporaciones de noticias y público en general. Con el inicio de cada nueva copa del mundo el trabajo de adiestramiento ideológico es sometido a la máxima prueba de fuego. Los resultados suelen ser óptimos. Las demostraciones callejeras y la histeria mediática son la prueba inapelable.
"El fútbol es popular porque la estupidez es popular", decía Jorge Luis Borges. La máxima es confirmada a diario por la experiencia. Solo es necesario mirar, escuchar y practicar el antiguo y extinguido ejercicio de la lectura. En el artículo Why did Borges hate soccer? (¿Por qué Borges odiaba al fútbol?), publicado en The New Republic, el crítico literario Shaj Mathew recuerda: “El fútbol está indisolublemente ligado al nacionalismo, otra de las objeciones de Borges al deporte. "El nacionalismo sólo admite afirmaciones, y toda doctrina que descarta la duda y su negación es una forma de fanatismo y estupidez", sostenía Borges. El fútbol genera un fervor nacionalista que autoriza al gobernante a utilizar un jugador estrella como portavoz del régimen.”
Borges llamó al fútbol "estéticamente feo" y, con una de sus habituales bravuconadas, lo consideraba uno de los mayores crímenes cometidos por Inglaterra. “El rechazo no era meramente estético. Lo irritaba la conducta irreflexiva y desmesurada de los aficionados que había apuntalado a los regímenes más abominables del siglo XX. Las masas descontroladas celebrando un triunfo futbolero provocaban en Borges un desprecio solo comparable a su aversión al fascismo, al peronismo y al antisemitismo que había visto azotar las calles de Buenos Aires. Borges se oponía a toda manifestación de dogmatismo y desconfiaba instintivamente de la devoción incondicional de sus compatriotas a ideales políticos, religiosos o deportivos. En 1978 programó una de sus conferencias en el mismo horario del debut de Argentina en la copa del mundo.”, señala Mathew.
El colectivismo es una de las ilusiones más antiguas. Como toda superstición, es una formidable herramienta proselitista. El magnetismo que ejerce sobre la persona intelectualmente desposeída es tan irresistible como la pereza
Las movilizaciones masivas organizadas por los aparatos burocráticos de Estado y los deportes profesionales rápidamente degeneran en mercancía y tienen un parecido sorprendente entre sí. El fanatismo y el lucro son sus denominadores comunes. La pluma es más poderosa que la espada pero menos eficaz que la pelota. A lo largo de los años, familia, escuela, gobiernos y la industria de la noticia actúan como correas transmisoras de numerosas capas de carga ideológica que inhiben el pensamiento crítico hasta que el sujeto debidamente amaestrado no puede ver ni pensar nada ajeno a las fantasías volcadas en el cerebro. Posar en un estadio agitando los brazos permite al burócrata de turno pasar por hombre del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. La gente, en tanto, a la deriva en un océano desbordante de irrelevancias, prefiere ver en él a un padre protector. Aun omitiendo el doble espejismo, al oligarca no le importa otra cosa que no sea conservar y aumentar su poder, ni el pueblo existe fuera del dominio del lenguaje. Diferenciar lo real de lo imaginario es el tormento perpetuo del aspirante a empirista.
El colectivismo es una de las ilusiones más antiguas. Como toda superstición, es una formidable herramienta proselitista. El magnetismo que ejerce sobre la persona intelectualmente desposeída es tan irresistible como la pereza. Es, también, un talismán contra los miedos más primarios: la soledad y el desamparo. Si hace cincuenta años se afirmaba que las mayorías vivían embrutecidas por la televisión, no hay que esforzarse demasiado para adivinar con qué clase de materia está cargada la masa encefálica de las masas que hacen la historia en la era industrial digital. Que la democracia tenga existencia real fuera de los manuales de educación democrática, es la alucinación cardinal promovida con intensidad obsesiva por las élites del colectivismo occidental contemporáneo.
Cuando no hay ni fútbol ni levas masivas, los jefes de gobierno, ahítos de tanta holgazanería e impunidad, se dedican al spamming. Envían mensajes no solicitados a toda la ciudadanía
En el afán de presentar al horror como virtud, hay quienes se esfuerzan en comparar los espectáculos de fútbol con los antiguos números en los circos romanos. La semejanza es asaz fallida. En la antigua Roma la mayoría de los gladiadores eran prisioneros de guerra, esclavos o criminales condenados y ninguno de ellos recibía, cuando recibía, más que una módica suma de dinero. En la actualidad, en cambio, la situación es el opuesto exacto. Los desposeídos pagan precios imposibles para alentar a una elite de millonarios corriendo detrás de un balón. Un mitin político funciona de modo parecido, hacia adentro hipnotiza a participantes letárgicos y hacia afuera atiende a una audiencia inerte, albóndigas de sofás, mando en una mano, móvil en la otra, estupefactos ante la pantalla, admirando concentraciones coreografiadas conforme al modelo de orden cerrado practicado en sociedades autocráticas. Y cuando no hay ni fútbol ni levas masivas, los jefes de gobierno, ahítos de tanta holgazanería e impunidad, se dedican al spamming. Envían mensajes no solicitados a toda la ciudadanía.
"Según Borges, los humanos necesitan pertenecer a un plan universal. La religión cumple el cometido para algunas personas, el fútbol para otras"
En Esse est percipi, cuento escrito por Borges en 1967 junto a su amigo y compañero de aventuras literarias, Adolfo Bioy Casares, se revela que el fútbol dejó de ser un deporte para convertirse en una especie del género de ficción. Los estadios físicos dejaron de existir. En su lugar solo hay ruinas visitadas por turistas y transeúntes. Como de costumbre, la multitud es fácilmente engañada y sigue los juegos en la TV y la radio sin sospechar que se trata de un montaje escenográfico. Un personaje del cuento informa que la última vez que se disputó un partido en Buenos Aires fue el 24 de junio de 1937. Desde entonces, el fútbol profesional se reduce a un locutor en una cabina y actores en el campo de juego vistiendo camisetas y pantalones cortos ante cámaras de televisión. La historia es una alegoría ácida del fútbol como cultura de masas, efigie imposible, vicio y negocio, flagrante oxímoron de uso y costumbre en la industria de las noticias que rotula de modo presuntamente glamoroso un espectáculo siempre abierto a la manipulación demagógica.
“Según Borges, los humanos necesitan pertenecer a un plan universal. La religión cumple el cometido para algunas personas, el fútbol para otras. Los protagonistas del corpus borgiano a menudo lidian con este deseo, recurriendo a ideólogos u organizaciones con resultados desastrosos. El narrador de Deutsches Requiem se convierte en nazi, mientras que en La lotería en Babilonia y El Congreso, pequeñas y aparentemente inocuas organizaciones se transforman rápidamente en vastas burocracias totalitarias que torturan a sus miembros y queman libros. Tanto deseamos ser parte de algo superior que nos cegamos a nosotros mismos y no vemos las consecuencias abominables devenidas de los grandes planes y sus defectos constitutivos”, escribe Mathew.
Pasión de multitudes
En marzo de 1985, poco antes del viaje final a Suiza, Borges me invitó a su modesto apartamento de la calle Maipú. Quería conversar sobre filosofía. Por entonces, la atmósfera social era explosiva. La inflación interanual superaba el 1000%. El desabastecimiento y la pobreza avanzaban incontenibles. La situación estaba fuera de control y la realidad material se filtró entre menciones de los presocráticos y las conferencias de Husserl en la Sorbona. Eso sí, la selección nacional prometía gloria y laureles en México ’86. Cuando una voz ajena a la conversación intervino con la intención de excusar las desgracias que la gente vivía invocando a modo de conjuro el nombre del ídolo del momento y el lugar común el fútbol es pasión de multitudes, Borges replicó: “Así es. Y la insensatez también”.
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Ulysses
Lamentable artículo, que manipula la consideración de Borges sobre los efectos del fútbol confundiéndolos con el deporte en sí mismo, que Borges nunca tuvo oportunidad de practicar ni de apreciar por las circunstancias que le tocaron vivir, en su infancia y juventud (su aislamiento) y en su madurez (la ceguera). El autor utiliza a Borges para mostrar su propia aversión a este deporte y, casi, casi en exclusiva, para justificar esta frase: "En marzo de 1985, poco antes del viaje final a Suiza, Borges me invitó a su modesto apartamento de la calle Maipú" . y resalta en negrita esta circunstancia para que se advierta la consideración que el genial escritor tenía por él, modestia aparte. El añadido "Para hablar de filosofía" lo hace más risible.