Andaba indocumentado Pedro Sánchez en Bruselas. Sin papeles, sin ideas y embobado por su reflejo en los cristales. No escatimó en declamaciones y recitativos, escondió como pudo las anomalías de su gabinete y optó por el silencio para capear a los frugales que la semana anterior habían descabalgado a Calviño de la presidencia de un Eurogrupo. Pero las cosas salieron adelante en Bruselas y como el Arbeloa de Sudáfrica, Sánchez blandió el trofeo, como si hubiese librado la batalla cuerpo a cuerpo contra Rutte.
De vuelta en España, el presidente de Gobierno desenvainó el amor propio y se hizo recibir, cual campeón de liga, en el pasillo monclovita. Sus veintidós ministros lo aplaudían y lo seguían hasta entronizarlo como a un santo en una capilla. Fue una de las puestas en escena más impostadas y bochornosas hasta ahora producidas por el órgano de propaganda que dirige Iván Redondo. Y quien observa la imagen se pregunta si el presidente de gobierno es frívolo y pueril o sólo un psicópata. Cuarenta mil muertos después, queda la duda.
Las fiestas patronales del amor propio de Sánchez duraron hasta el debate en el Congreso. Tras la ovación de su bancada, Sánchez afeó a Pablo Casado sus críticas y le reprochó su falta de solidaridad en aquel debate extenuante en el que blandió, él solito, su Tizona imaginaria. Aunque la soberbia, envanecimiento y miopía de Pedro Sánchez se parece más a la de Pánfilo Narváez luego de hundir cinco barcos y 600 hombres, se puso faltón el socialista como alguna vez lo hizo Gonzalo Fernández de Córdoba, supongo que el tamaño de su proeza en Bruselas le parecería comparable e incluso mayor que la gesta del Gran Capitán.
Quien observa la imagen de los aplausos se pregunta si el presidente del Gobierno es frívolo o sólo un psicópata. 40 mil muertos después, queda la duda
Cuando el rey Fernando el Católico pidió a Fernández de Córdoba que justificara los gastos de la segunda campaña de Nápoles, el militar le respondió en una carta: “Por picos, palas y azadones, cien millones de ducados; por limosnas para que frailes y monjas rezasen por los españoles, ciento cincuenta mil ducados; por guantes perfumados para que los soldados no oliesen el hedor de la batalla, doscientos millones de ducados; por reponer las campanas averiadas a causa del continuo repicar a victoria, ciento setenta mil ducados; y, finalmente, por la paciencia de tener que descender a estas pequeñeces del rey a quien he regalado un reino, cien millones de ducados”.
No da Sánchez para compararlo con el duque de Santángelo, pero seguro que, de haberse conocido la fórmula de aquella misiva, le habrían escrito una parecida para insolentar a la oposición de la que necesitará para sacar adelante unos presupuestos creíbles. Se siente imbatido Sánchez, y pensará él que los 140.000 millones de euros del Fondo Europeo son para reparar las campanas averiadas, pero no por el constante repicar de la victoria, sino por el tañido por los cuarenta mil españoles cuyas muertes el Gobierno ni siquiera supo contar.