El Partido Popular se obceca en la no creencia, como si de una fe a la inversa se tratase, de la cuestión básica en el funcionamiento perverso de la política española: la izquierda, en concreto el Partido Socialista, desprecia su existencia. No sus actos o sus palabras. Su existencia. Por eso no pueden redimirse ni conseguir su aceptación, ni siquiera deshacerse del desprecio con cesiones, acuerdos o cualquier otro sacrificio que ofrezcan en algún altar mediático o institucional como forma de aplacar su ira.
El hecho de que en ocasiones necesiten de su presencia en el espacio público y la utilicen en su propio beneficio puede haber confundido a algunos altos cargos populares a creer que cesarían los insultos y se iniciaría una tregua mediática hacia ellos. Los que padecen límites severos para percibir la realidad esperaron aplausos, titulares y columnas laudatorias en los medios de la izquierda por haberse unido al PSOE y a Podemos en la designación de los miembros del Tribunal Constitucional y el Tribunal de Cuentas y que además podrían venderlo como una victoria entre sus simpatizantes si nombraban a uno de sus amigos.
La gravedad es el acuerdo en sí que ha facilitado el PP y es el inicio de la siguiente fase del proceso de destrucción del sistema constitucional
La gravedad del acuerdo del PP con el PSOE y Podemos para renovar los órganos constitucionales no reside en proponer al vilipendiado Enrique Arnaldo. Cualquier otro hubiese padecido lo mismo por cualquier motivo, pues es su existencia lo que crispa. Todos los medios, sin excepción, han participado en centrar el problema en el prestigio del candidato del PP mientras aceptaban el candidato de Podemos al TC, que tampoco es per se el problema. La gravedad es el acuerdo en sí que ha facilitado el PP y es el inicio de la siguiente fase del proceso de destrucción del sistema constitucional mientras se incapacita como alternativa, no de Gobierno, sino de salvación democrática.
Pedro Sánchez ha descubierto, luego de tres sentencias que declaran la inconstitucionalidad de su Gobierno durante la práctica totalidad de esta legislatura, que la mutación del sistema político español en otro que tenga una remota apariencia de democracia, pero que en la práctica permita un poder ilimitado al Gobierno, no puede llevarlo a cabo mientras existan Tribunales que apliquen la Ley y garanticen la Constitución.
Para ello es importante que en los órganos de control se nombre a personas no de derechas o izquierdas, pues los que ocupan actualmente los cargos podrían encontrarse clasificados de un modo u otro en alguna de esas ideologías por algún comentarista en nómina. La gran mentira que ocupa los medios es afirmar que la derecha controla el judicial, lo que les justifica que intenten una reequilibrio de fuerzas. Pero la realidad es que el Poder Judicial y otros órganos constitucionales, están ocupados hoy en día por demócratas que aplican la Ley como forma de control del poder, el reequilibrio sería para introducir a quien entiende que nada debe controlarlo, sólo ratificarlo.
El voto otorga al partido un poder ilimitado y ningún otro órgano puede limitar o controlar que sus decisiones legislativas y ejecutivas respeten los derechos fundamentales
Es importante para este Gobierno designar a personas que estén dispuestas a bloquear los órganos constitucionales desde dentro, impidiendo que ejerzan su labor de control al Ejecutivo. Personas que entiendan la democracia como la entiende Pablo Iglesias y cualquiera de Podemos o Más Madrid: el voto otorga al partido un poder ilimitado y ningún otro órgano puede limitar o controlar que sus decisiones legislativas y ejecutivas respeten los derechos fundamentales, las libertades, los procesos garantistas o la igualdad.
Acudir a las cuestiones básicas se vuelve necesario cuando el desafío es profundo. Se repite desde Podemos, en La Ser y en el Congreso, que el Tribunal Constitucional no puede limitar la acción del Legislativo o del Ejecutivo porque eso es “lo que ha votado el pueblo”. Pero la democracia no es acudir a las urnas cada cuatro años, sino el ejercicio del poder limitado por quien lo ostenta en representación de otros como forma de garantizar que no se volverá contra los ciudadanos que representa.
Si el Congreso, cada vez más fragmentado, convertido en la sede de lobbies territoriales e identitarios, aprobase una Ley contra los Derechos Humanos, ¿quién controlaría la inconstitucionalidad de esa norma, su posible paralización si los órganos de control están ocupados por personas designadas por el Gobierno para ratificar lo decidido por el Gobierno? Quizá haya votantes del PSOE dispuestos a responder que su partido nunca haría nada malo. Pero fiar las libertades a la bondad de políticos, especialmente cuando han acreditado su bellaquería, es suicida aparte de una estupidez. Es preferible un sistema que nos proteja sin que quedemos expuestos al capricho arbitrario de un ser humano con poder sobre otro.
Casado debe entender, tras el episodio de hostigamiento a Enrique Arnaldo, que para llegar a presidente del Gobierno no debe buscar la aprobación de quien jamás le aceptará en el Hemiciclo siquiera, sino de los ciudadanos que nos resistimos a vivir fuera de la democracia, sin contrapesos, ni controles al poder. Hay que dinamitar el acuerdo que todos afirman que ya tiene para el Consejo General del Poder Judicial como única forma de salvación democrática. Que lo haga aunque sea como única forma de conseguir ser respetado por la izquierda, que le tema como oposición.