Dice el vicepresidentito de la generalidad, Jordi Puigneró, que “el cincuenta y dos por ciento de la población catalana reclama que este país sea un Estado independiente”. Nadie se lo ha discutido, igual que nadie discutió los números de los que se manifestaban en favor de la independencia estos años. Ya podía salir algún ingeniero, matemático o físico hablando de personas y metros cuadrados. Daba igual. Este es país de creencias telúricas sin más base que filias o fobias, certezas gritadas por demenciados y con una clase dirigente más predispuesta a escudriñar intestinos de pollo que a aprender la tabla periódica.
Pero las matemáticas dicen que la mayoría de catalanes no somos separatistas. Otra cuestión sería averiguar qué somos, asunto que merecería una reflexión profunda pareja con la más dura autocrítica. Pero eso son otros Garcías. Si nos atenemos a lo que dice Puigneró, surge la primera duda: que solo la mitad de la población esté por la independencia no sería buena noticia para quienes dirigen el cotarro lazi. Si después de la matraca política, el adoctrinamiento pujoliano y de tanta gesticulación y pamema solo han conseguido convencer a un 52 por ciento, o son pésimos o la gente le da al caletre más de lo que parece. Siempre según Puigneró, Cataluña estaría dividida en dos mitades piteusement pareilles, como diría Ronsard.
Pero tampoco eso es cierto. Dicen, y así debemos aceptarlo, que en mi tierra viven siete millones y medio de humanos. Aceptemos que todos lo sean, aunque tenga personalmente mis dudas respecto a según que especímenes. De esos, los que conforman el censo electoral ascienden a cinco millones seiscientos mil votantes. Ahí empieza el lío. Las últimas elecciones autonómicas tuvieron la participación más baja en la historia de la autonomía, un 53,6%. Quisiera recordar que en las anteriores, las famosas del 155, la participación fue de un 82%. Si Puigneró tuviese razón y el cincuenta y dos por ciento de los catalanes deseáramos como agua de mayo separarnos de España equivaldría a que solo existiría un 1,6 por ciento de votos no separatistas. Que en función de un sistema electoral pensado para favorecer a la comarca carpetovetónica el separatismo acabe por obtener mayoría parlamentaria sumando tres partidos es una cosa; que sean mayoría, no.
No es de extrañar que mantengan la impostura, porque así pueden decir los que venderían a su madre que están negociando con Cataluña, que buscan la concordia, que están trabajando por la paz social
Los números, señores, esos guarismos que gustan tan poco de facilitar los nacional separatistas, bien cuando afectan a como manejan los fondos públicos, bien cuando atañen a cuestiones electorales, confirman la mendacidad del vicepresidentín. De los votantes que acudieron esta última convocatoria electoral votaron lacito 1,4 millones. No es una cifra a despreciar, pero ni son siete millones y medio ni supone mayoría en nada. Es casi un diecinueve por ciento de la población catalana que, insisto, sin ser menospreciable, no debería tenerse en cuenta como esa supuesta ola que puede acabar llevándose por delante Constitución, Monarquía y España de una tacada.
No es de extrañar que mantengan la impostura, porque así pueden decir los que venderían a su madre que están negociando con Cataluña, que buscan la concordia, que están trabajando por la paz social. ¿Me quieren decir, señores del Gobierno de España, que han optado por un diecinueve por ciento dejando de lado a la inmensa mayoría que no secunda esa loca ideología separatista? ¿Importa más satisfacer a ese pequeño tanto por ciento, bien situado, eso sí, en lugares desde los que ejercer de altavoz que a la inmensa mayoría de habitantes?
Recomiendo vivamente a los políticos que se dejen de elaborar agendas para contentar a estos manipuladores de cifras, los disgregadores, los que prefieren la desigualdad y la injusticia, los predicadores del odio, los que dicen que Otegi es un ejemplo a seguir. Dejen de hablar en nombre de la mayoría de catalanes, hartos de su fascismo y de su estupidez tan pueblerina e interminable.
Y aprendan matemáticas, que hay más operaciones que la de restar del dinero público para llevárselo crudo.