Pasado este calendario, una vez que se haya rebajado el suflé de sentimientos y contrasentimientos alrededor del procés, la memoria colectiva, especialmente la catalana, ajustará cuentas con Carles Puigdemont. El president que es una mezcla de cobardía, autoengaño y oportunismo político del peor calibre. Incapaz de asumir el madero y sus clavos, esos que significarían una proclamación unilateral de la independencia de Cataluña. No lo esperen. Tiempo ya tuvo de hacerlo, ‘provocaciones’ del Estado todas -la última, la dura cirugía del artículo 155-, y ni por esas. Su aspecto de líder noqueado en su vacío discurso del pasado sábado es sólo sinónimo de una enorme falsedad del proceso separatista, un movimiento pretendidamente puro y democrático, tanto, que nadie está dispuesto a inmolarse en la candidatura del PDeCAT en las próximas elecciones autonómicas.
La épica ya no es lo que era. Ahogado por las presiones políticas y financieras, el presidente catalán lleva días ensayando diferentes piruetas retóricas para frenar al borde del precipicio sin asumir el costo de decirles en la cara a sus seguidores que les había hecho una promesa incumplible. Que la independencia de Cataluña es imposible. That’s all folks!!! En sus artificios dialécticos aseguró que asumía “el mandato del pueblo de que Cataluña se convierta en un Estado independiente en forma de república", para de inmediato decir que suspendía los efectos de lo que acababa de afirmar para abrir una puerta al diálogo. ¿Qué significa eso? Algo así como estar medio embarazada.
Después de desafiar la Constitución y de desobedecer las sentencias que le ordenaban cancelar esa consulta, Puigdemont se saltó también su propia ley. La declaración de independencia nunca se votó. Se lo restregó el jefe del bloque socialista, Miquel Iceta: ¿Cómo se suspende una declaración que no se hizo? La vista ayudaba más que el oído en el Parlamento. Puigdemont, un hombre que hasta hace dos años jugaba en las ligas menores de la política, se ha enfrentado a la historia con la piel enrojecida, los ojos vidriosos, el rostro pétreo, sin sonrisas. Demasiado morlaco para los hombros de un Puigdemont incapaz de mantener un mínimo relato coherente sobre el futuro económico de su Cataluña alone. La fuga masiva de empresas, el riesgo de un corralito bancario puso a temblar a la burguesía catalana, sostén del partido del presidente, PDeCAT. Pero no solamente: miles de catalanes de a pie que ansían la independencia habían peregrinado a los bancos a preguntar qué hacer con sus ahorros. Incluso muchos de ellos trasladaron sus ahorros a cuentas espejo hacia Madrid, Zaragoza, Sevilla, Valencia, Pamplona… Indepes, sí; pero protegiendo el bolsillo.
La última esperanza de la plana mayor del secesionismo radicaba en una mediación internacional que no aparece por ninguna parte"
La soledad de los separatistas es patente. Europa no está con ellos. Existe un consenso internacional sobre la imposibilidad de admitir una Cataluña independiente, sobre todo desde la plataforma de una declaración unilateral. También que la hipótesis improbable de esa Cataluña independiente sería el desplome de la primera piedra angular de la Unión Europea, que principalmente se puso en marcha contra la catástrofe que significó para Europa la eclosión de los nacionalismos en el siglo XX. La última esperanza de la plana mayor del secesionismo radicaba en una mediación internacional que no aparece por ninguna parte. Los tribunales tampoco están con los líderes del procés. Ni siquiera la sociedad catalana o al menos una mitad que se resiste a la ruptura de España, que ya se atreve a ocupar las calles de Barcelona. La pasada semana, en una importante cena en Madrid, con varios altos mandos militares, todos ellos coincidían en la necesidad de negociar ante el rival caído. “Ahora es el momento de hablar, tender puentes ante la debilidad de Puigdemont para que el Estado puede volver a enterrar por un buen puñado de años este tema”, explicaba uno de ellos alrededor del mantel. Las negociaciones que se vienen celebrando en la sombra no se han desactivado, si quiera, con el sábado del botón nuclear. El sábado del 155 en su versión más dura y demoledora, activando todas las herramientas del Estado contra las autoridades catalanas. Un ‘ERE’ de extinción a todo el Govern (Puigdemont, Junqueras y compañía) y la suspensión del Parlament (el castigo al Golpe de Estado que favoreció Forcadell, los pasados 6 y 7 de septiembre) que queda ahora bajo mandato del Senado.
El presidente catalán vive frente a una pared desde que no se ha atrevido a decir ni si ha declarado la independencia, ni no, sino todo lo contrario. Algunos le pedían acelerar y que del choque naciera una crisis inmanejable que, quizá, terminara por abrir la puerta a la independencia. Pesó más la voz de los moderados del PDeCAT, muy sensibles a la voz del poder económico. Primaba evitar el suicidio. A Puigdemont sólo le quedaba vestir la rendición. No le alcanzó. Los simpatizantes que esperan todavía esa imagen de Puigdemont proclamando la independencia en pantallas gigantes se retiran cada día llorando, gritando traiciones. Llevan semanas esperando una fiesta y se preparan para ver un funeral político.
Un llamado urgente a elecciones autonómicas se intuye inevitable. Rajoy puede sentirse tentado de celebrar un triunfo de su 'tancredismo'"
La deriva de los últimos 10 días de vértigo ha dejado al separatismo con las manos atadas. Los procesos judiciales contra sus líderes por la convocatoria del referéndum no se detendrán. Rajoy, que ha tardado en salir de su letargo de la inacción, ha diseñado un 155 nuclear. Y el frente que gobierna Cataluña ha quedado al borde de la fractura. Un llamado urgente a elecciones autonómicas se intuye inevitable. Rajoy puede sentirse tentado de celebrar un triunfo de su tancredismo. Jamás aceptará el diálogo con Puigdemont y sus aliados, a los que considera poco menos que golpistas. Pero el problema sigue ahí: mientras una porción importante de la población de la región más rica del país esté incómoda dentro de España la crisis no estará resuelta. Muchos dudan que la solución se encierre detrás de unas elecciones autonómicas. De una u otra manera, tras la aplicación del 155 o bien ante un cambio súbito de paso de Puigdemont en las próximas horas, los catalanes pasarán por las urnas nuevamente y decidirán en clave electoral qué salida prefieren a esta contienda con el Estado. De su resultado habrá muchas lecturas, pero la principal será saber si se ha superado el cisma o, por el contrario, se ha enfangado aún más. Todo por un líder político cobarde con cara, ojos y flequillo a lo Beatle: Carles Puigdemont.