Desde que el desafío independentista cogió impulso, han sido habituales los que en el debate público se suelen denominar “lugares comunes”, pero que en el caso que nos ocupa, en realidad, responden a poco más que a un uso retorcido del lenguaje para moldear la situación en la esfera mediática. El diálogo de sordos, las dos caras de la misma moneda, la falta de voluntad política o la judicialización de la política son solo algunos de los ejemplos que buena parte de las fuerzas políticas en Cataluña y en el conjunto de España han hecho suyas con la intención de dotar de transversalidad lo que, cada vez se viene evidenciando más, beneficia exclusivamente a las pretensiones del independentismo por cuanto allana el camino a una serie de demandas que, por menos cabida legal o respaldo social que tengan, aparecen más aceptables adornadas con ese lenguaje.
Evidentemente, se trata de afirmaciones condescendientes y comprensivas con el discurso independentista pero absolutamente intransigentes con cualquier planteamiento que ponga en cuestión el reparto de culpas y señale directamente a quienes se han situado al margen de la ley. En Cataluña, la popularización de los lugares comunes que son más bien lugares de parte, ha sido posible gracias a una alianza del independentismo con las distintas marcas de Podemos y unos cuantos versos sueltos, entre los que hay algunos ex sindicalistas. Cómo se fraguó aquella complicidad daría qué imaginar. Podría haberse tratado perfectamente de una suerte de profecía autocumplida. Deciden conjurarse un día todos ellos para repetirse en petit comité, y hasta la saciedad, que sus proyectos políticos son muy diferentes y no tienen nada que ver, y aunque a mitad de la operación advierten que todos dicen las mismas cosas, persisten en el mantra. Al acabar, concluyen: a partir de ahora, si alguno de nuestros planteamientos coincide, es porque es tan elemental que cualquiera que no lo suscriba no puede considerarse demócrata.
Pocas veces hemos escuchado el ‘yo soy el más independentista de todos, pero condeno vehementemente la violencia que está teniendo lugar en Cataluña’"
Cada vez que algún representante político asegura ser radicalmente contrario a la independencia de Cataluña, para a continuación colocar una adversativa con una demanda que nace sólo de formaciones que defienden la secesión, vuelvo a la escena anterior. Es una técnica pueril pero que se ha demostrado efectiva para dar carta de unanimidad a posiciones que en las urnas resultan minoritarias. Prueba de ello es todo el tiempo -y más cosas- que nos ha llevado, al conjunto de los españoles, asumir que el conflicto no era entre Cataluña y España sino entre catalanes, o dicho de una manera más sencilla: dar al traste con la asimilación de la parte por el todo para referirnos al asunto. Como con estas cuestiones, hay otras consignas que, a costa de muchos episodios que nos podríamos haber ahorrado, han ido cayendo en desuso.
A propósito de ello me ha dado que pensar el triste episodio que está ahora mismo en manos de la Justicia y que relata los señalamientos y las humillaciones que padecieron en una escuela de Cataluña después del 1-O alumnos menores hijos de Guardias Civiles. Durante muchos años, asegurar que la convivencia se estaba rompiendo en la sociedad catalana era prácticamente asimilable a postulados extremistas que situaban a uno fuera del campo de juego democrático. Como si el crimen fuera denunciar lo que sucedía y no que eso sucediera, los conjurados siempre salían, apresurados, a recordar que el pueblo catalán estaba muy cohesionado y que la convivencia no se veía afectada por el debate identitario. Leyendo el escrito de la Fiscalía y las afirmaciones de los maestros que allí se recogen, nadie debería tener la tentación ni de restar importancia ni de reducir a la anécdota la lamentable situación de los alumnos por ser hijos de servidores públicos.
Desconozco si los conjurados encontrarán motivos que hagan comprensibles o justificables esos señalamientos. O peor: que encuentren motivos para pedir que no se magnifiquen. Pero lo que sé es que pocas veces hemos escuchado el “yo soy el más independentista de todos, pero condeno vehementemente la violencia que está teniendo lugar en Cataluña”. En cualquier caso, sólo cabe esperar ahora a la respuesta judicial, que actúe con la correspondiente contundencia de la ley, y que todos aquellos que llevan meses demonizando el trabajo de los jueces en el asunto catalán se reserven todos sus peros. Al cabo, ¿qué alternativa tienen las familias de esos alumnos a la judicialización de la política? Lo bueno de la Justicia es que, a diferencia de la política, no es unidireccional en sus demandas, sino que reparte culpas porque es el único poder que puede hacerlo. Por eso hay un amplio espacio político que se irrita cuando ésta actúa en casos tan clarividentes que sí merecen unanimidad entre demócratas, no vaya a ser que se les desmonten los esquemas.