La Constitución ha cumplido 40 años en un ambiente deslucido e inquietante. Deslucido porque la organización política que definió hace aguas. Inquietante porque la regeneración que haría falta para apuntalarla se tambalea, seriamente, por los vientos populistas que soplan desde la izquierda y el nacionalismo. Grave momento el que atraviesa la historia de España en el epílogo del sistema surgido en la Transición, con un gobierno deslegitimando la democracia que gestiona y debería defender. Esta es la consecuencia de la incomprensible negociación bilateral que Pedro Sánchez ha querido, pero no ha podido, hacer con un separatismo instalado en el chantaje.
El texto constitucional es a veces ambiguo (su título VIII merecería más concreción), pero su mayor valor es que se redactó esquivando sectarismos. Aquella Constitución no podía satisfacer absolutos porque se basaba en la cesión mutua, siempre contraria a los dogmas que nos condujeron a las trincheras de la Guerra Civil. Después de tantos vaivenes, por fin España se convertía en una democracia liberal, homologable al occidente europeo.
Pero todo lo nacido se corrompe y degrada. La deslealtad de los nacionalismos con el pretendido encaje ofrecido en el Estado Autonómico, los complejos de la derecha para frenar esa deslealtad, la bisoñez –cuando no traición– de la izquierda dándole alas, la corrupción que anidó a uno y otro lado del espectro político, el desencanto de una sociedad azotada por las crisis económicas que ponían en solfa el propio Estado del bienestar y, por último, el triunfo del relativismo postmoderno han empujado a la democracia –en España y en otras partes del planeta– hacia el borde del precipicio.
No se puede gobernar España con los enemigos de España. Tal contradicción, si no hay cambio de rumbo, hará naufragar a este PSOE subido en la cresta de la ola
En ese lodazal del tuit, donde la mentira se viste de verdad y el líder se expresa economizando caracteres, palpita el totalitarismo que arrasó la Europa de entreguerras conduciéndonos al drama de 1939. Está en peligro la democracia, por eso no caben medias tintas al defenderla. ¿Acaso no inquieta que desde el Gobierno se oigan voces que tachan de provocación a quienes defienden, contra el totalitarismo, la democracia en lugares tan impregnados de violencia como Cataluña o el País Vasco? Inquieta, sí, y sobre todo alarma que ese mismo Gobierno se haya atrevido a negociar los Presupuestos del Estado con quienes pretenden liquidarlo, desde fuera y desde dentro de la cárcel.
Hace tiempo que estamos inmersos en un cambio de régimen, y la primera prueba fehaciente de ello fue el ataque simbólico, desde las huestes de la memoria, a la idea legitimadora básica del sistema del 78: la reconciliación. El debate sobre la memoria histórica pretendía, en la superficie, el loable objetivo de dignificar los cuerpos y los recuerdos de los vencidos en la Guerra Civil, olvidados en sus cunetas de oprobio. No había objeción moral a tal empeño, pero sí a la carga de profundidad, oculta, que aquellos fuegos artificiales guardaban. Y esa carga no era otra que dinamitar la reconciliación que inspira la Carta Magna, el ADN jurídico de la democracia aún vigente. En esa nueva transición, como en todo cambio de sistema político, una legitimidad se intenta trocar por otra, a lomos de la memoria: y así, se desprestigia la reconciliación enarbolando una suerte de “restitución” republicana, como si la Historia no hubiera demostrado ya que aquella Segunda República no fue tan idílica, ni tan ejemplar, como la propaganda imperante nos quiere hacer ver.
Si en el tránsito de la dictadura a la democracia, la victoria de los sublevados en la Guerra Civil –fuente de legitimidad franquista– fue sustituida por la reconciliación, ahora este nuevo cambio de régimen habría de empezar sustituyendo esa reconciliación por otra idea, cercana a la “restitución” de una idílica república popular donde no estoy muy seguro de que el discrepante fuera aceptado en el debate público. Y es que si atendemos a las actitudes y formas que demuestra la mayoría de la izquierda actual, el adversario político enseguida se convierte en enemigo a batir al que se le aplica el adjetivo de “facha” para desacreditarlo y, por tanto, para desactivarlo como posible oposición. El proyecto empezó con Zapatero, y Sánchez no lo ha corregido, aunque sí aumentado, como lo demuestra el discurso de sus aliados, quienes se vanaglorian de irrumpir en la escena política para impulsar un “proceso constituyente” que “abriera el candado de la Transición”.
Para quienes creemos que la democracia surgida de esa Transición merece ser conservada, la situación actual es tan grave como propicia para abogar por la ansiada regeneración. Ahora que las grabaciones de Villarejo documentan la podredumbre a izquierda y derecha, surge la oportunidad perfecta para cortar lastres con las parcelas más hediondas del pasado, encarando el presente con la valentía de un proyecto que pasa, simple y llanamente, por cumplir la Constitución. “No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento”. La máxima bíblica procede más que nunca en nuestro momento político; es el mejor homenaje a la Carta Magna.
En ese lodazal del tuit, donde la mentira se viste de verdad, palpita el totalitarismo que arrasó la Europa de entreguerras
Bastaría con insistir en esos principios básicos, leídos hace poco por la princesa de Asturias, donde la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político se convierten en los valores fundamentales de nuestro ordenamiento jurídico; y donde, con la elegancia de lo sencillo, se recuerda que los poderes del Estado emanan de un sujeto soberano, único e indivisible, llamado pueblo español. Sólo eso serviría, esa lectura atenta y desapasionada, para cortar el nudo gordiano que trenza el gobierno con la abogacía del Estado para acusar de sedición a los rebeldes secesionistas catalanes. Cuántos debates, pretendidamente bizantinos, nos ahorraríamos atendiendo a la prosa pura, diamantina, fría y rigurosa que caracteriza estas primeras páginas de nuestra Constitución. No busquemos a los actuales conflictos soluciones mágicas en la política, pues el bálsamo de nuestros males se halla en la ley, en el estricto cumplimiento de la ley que articula nuestra democracia.
Regeneración de lo que tenemos o ruptura de lo construido durante estos 40 años, he ahí la encrucijada, el dilema que cada fuerza política enfrenta en esta hora crucial de nuestra Historia. Podemos y los nacionalistas lo tienen claro, su opción es la ruptura. Ciudadanos prefiere la regeneración, y a ello le ayuda el hecho de que, por ser una fuerza política nueva, el pasado no le lastra ni condena. El PP tiene que poner en práctica, dolorosa y audazmente, esa regeneración abriendo ventanas y puertas en su partido, si quiere que su proyecto político sea creíble. Vox habrá de matizar algunas de sus posturas maximalistas –el “no” rotundo a las autonomías, por ejemplo– cuando baje a la arena de la Realpolitik. Y el PSOE, este PSOE, no puede seguir instalado en el cortoplacista disfrute del poder a lomos de quienes quieren horadar el sistema desde dentro, cual desenfadados caballos de Troya. No puede gobernarse España buscando apoyo en los enemigos de España. Tal contradicción daña irreversiblemente al Estado y hará naufragar, si no hay cambio de rumbo, a este PSOE que hoy cree hallarse en la cresta de la ola.
La transformación es inevitable, la clave es cómo encararla. Ruptura o regeneración ante “la fidelidad constante del cambiar” que mueve el curso de la Historia.