Zerain es una magnífica sidrería vasca ubicada en el barrio de las Letras, en el centro de Madrid. Toma su nombre de un municipio guipuzcoano del Gohierri, de donde procede la familia propietaria. Vamos con frecuencia y las razones son varias. La primera, que el trato es exquisito: doña Adelaida, Koldo y todos los demás –yo tengo debilidad por don José– nos tratan como si fuésemos de la familia y suelen destinarnos la mesa que yo llamo el palco real, junto al piano.
La segunda razón es que se come de maravilla y, esto sobre todo, que son absolutamente tolerantes con los crímenes gastronómicos que solemos cometer algunos: a mí me gusta el solomillo Hiroshima, como lo llama el adorable don José, un manchego que ha vivido en Japón y habla japonés con toda fluidez; quiere decir que la carne tiene que estar al punto… de carbonización, o sea completamente estropeada. No pasa nada. Lo hacen y tan solo una vez he visto los gestos de desesperación que hacen los cocineros, que alzan los puños hacia lo alto como si dijesen, sobre poco más o menos, “pero de dónde ha salido este salvaje”.
Y la tercera razón es que te encuentras con gente muy interesante. No solo en el “reservado de conspirar”, una habitación con una mesa redonda en la que caben cómodamente seis personas que se saben a cubierto de cualquier indiscreción; en realidad, te encuentras con caras conocidas en cualquier mesa. Junto al palco real he visto yo a todo el Estado Mayor del Museo del Prado (que está muy cerca), con Miguel Falomir a la cabeza, darse un espectacular homenaje en las fechas próximas a la inauguración de la memorable exposición de Bartolomé Bermejo, que terminó hace un mes.
Homs miraba con gesto algo cariacontecido el espectáculo de ‘dense cuenta de que soy simpático y buena gente’ que estaba montando el jefe
Mucho nos reímos en el otoño pasado, cuando Corcuera, Barrionuevo y varios ministros más de Felipe González (él llegó el último) entraron de uno en uno y se encaminaron hacia el “reservado de conspirar” con la cara que ponía James Cagney cuando se disponía a cometer una tropelía, que solo les faltaba llevar alzado el cuello de la gabardina (pero hacía calor y ninguno llevaba gabardina). Aunque lo mejor fue cuando, unos minutos después, llegaron Rubalcaba y otros exministros, igualmente recelosos de que alguien les pudiera identificar, y se sentaron a comer en la otra punta del restaurante, como si unos y otros no se conocieran, o no se hablasen, o fuesen cuñados en bodas distintas.
Es lo que tiene Zerain: que acoge a todo el mundo con la mayor amabilidad, a los que son de un partido, a los que son de otro y a los que cometemos crímenes de leso solomillo.
Mas y Forn
Pero hace unos pocos días entró por la puerta lo que parecía un turbión. Ni Ava Gardner, en sus tiempos de gloria, se presentaba en los sitios elegantes de Madrid con tanto aparato eléctrico. Artur Mas no trató de pasar inadvertido: todo lo contrario. Rápido, vivaz, elegante, con esa sonrisa kennediana que tan bien se le dio siempre, entró saludando a los clientes, inclinando la cabeza, estrechando manos que no esperaban ser estrechadas, dedicando gestos amables a muchas caras atónitas y deseándole “buenos días, buen provecho” a todo el que se encontraba. Le esperaba su amigo y mano derecha de siempre, Francesc Homs, que –vamos a ser amables– no tiene ni remotamente las tablas que tiene Mas. Es más tímido. Homs miraba con gesto algo cariacontecido el espectáculo de dense cuenta de que soy simpático y buena gente que estaba montando el jefe.
Había más séquito. Mas y Homs se fueron a cenar al reservado. Los demás, cinco o seis, comieron fuera. No es nada difícil adivinar de qué se habló en la discreta mesa de la habitación. Mas declaraba el miércoles como testigo en el juicio del procès, ante el Tribunal Supremo, y Homs le preguntaba. Mas tenía la obligación de decir la verdad, quizá de ahí sus nervios, más que evidentes. Homs estaba más tranquilo porque no tenía que contestar, solo hacer preguntas.
En la mesa de fuera, el séquito hacía lo que se espera siempre de un séquito: comer poco, enredar con el móvil, reír y sonreír no sin cierto nerviosismo y mirar la hora cada tres minutos.
Ese afán por saludar a todo el mundo tan efusivamente daba un poco de penita. La gente lo miraba con ese típico gesto medio dubitativo de “a este señor le conozco yo de la tele”
La declaración de Mas ante el Supremo fue más bien sosa. Bien es cierto que le tocó intervenir después del imprevisible Joan Tardà, que es un diputado romántico e impetuoso, grandón y sentimental, como sacado de un grabado del siglo XIX, y eso suele garantizar el espectáculo. Mas, que no está procesado en este juicio, hizo pulcramente su papel: negar que en la Generalitat hubiese un “comité central” que dirigía la estrategia hacia la independencia, y sostener que todo era muy informal, muy elástico, muy pío, pío, que yo no he sido. Eso intenta erosionar la estrategia de la Fiscalía, que pretende demostrar que aquello fue una rebelión con todas las letras (rebelión y no otra cosa) y que estaba perfectamente dirigido.
Quiero decir con esto que la enjundia de su declaración no justificaba la hiperventilación de Mas en nuestro restaurante favorito. Ese afán por saludar a todo el mundo tan efusivamente daba un poco de penita. La gente lo miraba con ese típico gesto medio dubitativo que todos ponemos algunas veces, el de “a este señor le conozco yo de la tele”. No creo que, en las siempre nutridas mesas de Zerain, ninguna conversación se alterase más de dos minutos por la súbita inundación de sí mismo que provocó Artur Mas.
Que sí, estaba nervioso. Feliz cuando algún comensal le pidió hacerse una foto con él. Pero nervioso. Claramente nervioso, sofocado, casi azogado. Rápido de gestos, con obvia prisa. Quizá por eso, por los nervios y las prisas, tanto al entrar como al salir saludó a todo el mundo –a nosotros también– con la misma frase, muy amable pero algo enigmática: “Buenos días, buen provecho”.
Es que estábamos cenando. Eran las once de la noche.