Esa abulia democrática es normal en quien solo está contento cuando gana. Con urnas que pueden traerse de casa repletas de votos, en las que nadie controla, puedes votar las veces que te dé la gana y el recuento lo haces en plan Juan Palomo, cualquiera está encantado. Pero de lo que se trata es de convocar elecciones autonómicas – aunque el separatismo las llamará de cualquier otra manera rimbombante – y, ¡ah, amigo!, eso no les acomoda. Aunque todo el mundo sepa que no hay más salida para ese retrato de Dorian Grey que es el gobierno de Junts per Catalunya y Esquerra, degradado hasta el hartazgo. Torra cavila solitario por Palau. Quizá espera que se le aparezca el fantasma de los hermanos Badía para aconsejarle qué hacer. Lo dicen los muy cafeteros del proceso, hace falta otro Capità Collons, apodo de Miquel Badía, tristemente célebre por torturar a sus adversarios políticos. De momento, de collons, se han visto pocos. Solo maleteros.
El otro fantasma, el de Waterloo, tiene preparada su espectral aparición. Elecciones en cuanto se dicte la sentencia por el 1-O, con el mismo de candidato. Es la última bala que resta en su revólver cobardica y oxidado. Es la última posibilidad que le queda a su bochornosa carrera política: capitalizar el marramiau que se organizará – bueno, que organizarán los suyos – cuando se sepa que un golpe de estado no puede dejarse pasar en blando. Los dedos se le vuelven huéspedes al del flequillo, máxime tras el pacto entre los suyos y el PSC en la Diputación de Barcelona, que ha sido blanco de la artillería de Esquerra. Con un Sergi Sabriá subiéndose por las paredes en nombre de los republicanos y un Eduard Pujol, el hombre del patinete, ventripotente, pagado de sí mismo y con esa autosuficiencia de primero de la clase porque se harta de copiar a su compañero de pupitre, poco hay que negociar. Y si el gobierno no se rompe, aunque lo esté y mucho, es porque nadie se decide a darle el último estirón a ese diente que baila, carcomido y putrefacto, denominado unidad de acción.
Existe pánico cerval entre los puigdemontianos, y se llama Artur Mas, que se está moviendo y mucho para ser candidato indiscutible cuando se le acabe la inhabilitación. De ahí que los hiperventilados de JxC hayan pasado del "no toca convocar elecciones" a contemplar calendarios y fechas. Se aferran como hace el náufrago con el último madero del buque a que Puigdemont ganó a Junqueras en las europeas. “El President tiene carisma”, dicen con la misma risa que empleaban al afirmar que había una estrategia oculta, una jugada maestra y unas palomitas en el microondas. Poner las urnas les incomoda, porque lo suyo es la república que dibujaba espeluznante y terrible Pi i Sunyer cuando amenazaba con expulsar de Cataluña a los funcionarios no adictos, a los que no fuesen dignos de vivir en su paraíso construido a base de supremacismo, misales andorranos y nulidades intelectuales.
El PSC puede recuperar parte de su electorado, que votó a Ciudadanos, en efecto, aunque esto sea más por demérito de la formación naranja que por mérito de Iceta
Harán de tripas corazón y llamarán de nuevo a votar a los catalanes que, digámoslo francamente, están rotos en dos bloques, los que tragan con lo que les eche esta panda y los que no, con distintas gradaciones y calidades. Con el de Waterloo o sin él, las mayorías en el Parlament no habrán de cambiar mucho. El PSC puede recuperar parte de su electorado, que votó a Ciudadanos, en efecto, aunque esto sea más por demérito de la formación naranja que por mérito de Iceta. Y habrá que ver si ese partido de sesgo catalanista no independentista que se intenta auspiciar consigue arañar al bloque separata un par o tres de diputados para que no tengan mayoría.
Lo sustancial, sin embargo, es que el retrato de ese Dorian Grey apujolado no ha de mutar en algo más bello, más sano. Los pecados del supremacismo han de pervivir, mucho nos tememos, durante generaciones. La cobarde inacción de los sucesivos gobiernos de España, sumada al matonismo chulesco y abusón del nacional separatismo, le han puesto un marco dorado, colgándolo en lugar preminente del salón.
A eso, los sabios de la antigua Grecia lo llamaban Némesis.