Esta semana se cumplen diez años del famoso editorial conjunto que publicaron doce diarios catalanes, encabezados por La Vanguardia y El Periódico de Catalunya. La pieza llevaba un título resonante: ‘La dignidad de Cataluña’. Si recordamos, el editorial pedía prudencia, pero carecía de ella. Quienes lo redactaron se adelantaron a la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el nuevo Estatut, que no se conocería hasta finales de junio de 2010, con la idea de que estaba en juego la dignidad de Cataluña. Que venía a ser tanto como declarar que una sentencia contraria al nuevo Estatuto constituiría una afrenta contra la dignidad de ésta. ¡Un agravio más que añadir al listado enumerado en el mismo editorial!
Bajo el barniz solemne, no faltaba ni la complacencia ni el victimismo en aquel texto. Nada de lo cual parece ajeno al uso retórico del término "dignidad". En lugar de considerar la decisión del alto tribunal como parte del normal funcionamiento de las instituciones en una democracia constitucional, donde los jueces tiene por misión velar por que los poderes públicos actúen de acuerdo con la Constitución y las leyes se ajusten a ella, el editorial optó por pintar la situación con los tintes más dramáticos. Y lo hacía arrogándose la representación de toda la sociedad catalana: "Estos días, los catalanes piensan, ante todo, en su dignidad; conviene que se sepa".
Esa apelación altisonante no casaba bien con datos conocidos. En el referéndum para la aprobación del Estatuto la participación no llegó a la mitad del censo, con una abstención del 51,15%, y los votos favorables no pasaron del 36% sobre el total del censo, lo que muestra la indiferencia de una parte significativa de la sociedad catalana. Por no mencionar que formaciones políticas como ERC, que aplaudieron el editorial conjunto y airearon después el agravio, hicieron campaña por el ‘no’. Así se escribe la historia.
La retórica de la dignidad
Lo que me interesa ahora es el despliegue del lenguaje de la dignidad, pues presenta dos características reseñables. En primer lugar, con la dignidad no se negocia, vienen a decir quienes lo usan, sugiriendo que es algo tan hondo como estimable. Quien no nos trata con dignidad no nos respeta, esto es, nos rebaja y nos humilla; por ello un ataque contra nuestra dignidad llega a herirnos más profundamente que la lesión de nuestros intereses o la vulneración de un derecho, pues representa un menosprecio que uno no puede ni debe consentir. La retórica de la dignidad, por así decir, viene cargada con alto voltaje.
Además, se ha convertido en moneda corriente atribuir la dignidad no sólo a las personas, sino también a grupos y colectivos. En el mencionado editorial, incluso cuando habla de los catalanes, la dignidad no se predica de forma distributiva, asignándola a cada uno de ellos, sino colectivamente, es decir, a todos ellos tomados conjuntamente. Hace unas semanas un catedrático de la Universidad de Barcelona alababa la dignidad de las universidades públicas catalanas a propósito de un manifiesto de sus claustros, por poner otro ejemplo; como no es infrecuente hablar de la dignidad de un pueblo y hasta de las lenguas. Esta atribución colectiva no deja de tener algo de misterioso, por lo que vale la pena detenerse en ella.
Steven Pinker habló sin tapujos de "la estupidez de la dignidad", por entender que se trata de una "noción blandita, subjetiva, inapropiada para las serias exigencias morales que se le encomiendan"
La cosa se complica porque no son pocos los autores que denuncian que el término "dignidad" es poco más que una expresión que suena muy bien, pero vacía de sentido. Hay quien sostiene que es un "concepto desesperadamente vago", como dice una especialista en bioética; Steven Pinker habló sin tapujos de "la estupidez de la dignidad", por entender que se trata de una "noción blandita, subjetiva, inapropiada para las serias exigencias morales que se le encomiendan"; y no falta quien la toma por un tapón argumentativo (rational stopper), al que uno recurre cuando se queda corto de argumentos. De hacer caso a estos críticos, la atribución colectiva de la dignidad distaría poco de la individual: un mero eslogan, sin un sentido claro, que se agotaría en su efecto retórico o emotivo. Es ciertamente tentador aplicarlo al editorial.
Si en lugar de eso rebuscamos en la historia, es habitual citar a Kant a propósito de la dignidad. Según el filósofo, aquello que tiene dignidad no tiene precio de ningún tipo. En tal caso, es clase de valor no fungible, tan elevado que no admite comparación ni compensación en términos de otras cosas; por ello no está sujeto a regateo, como decíamos. Lamentablemente, si hacemos caso a Kant, su atribución colectiva está fuera de lugar. Para el de Könisgberg, tal valor sólo se predica de la moralidad sensu stricto y también de las personas en tanto que son capaces de moralidad; es decir, en tanto que agentes morales individuales, razonables y autónomos.
Hoy hablamos de dignidad sobre todo en relación con los derechos humanos, tal y como los conocemos a partir de la Declaración Universal de 1948; la popularidad de aquella difícilmente se explica hoy sin la de estos. Todos los grandes documentos internacionales de derechos humanos incluyen en el preámbulo una mención a "la inherente dignidad de la persona humana". Sea cual sea el modo en que interpretemos ese valor inherente, parece claro que en el contexto de los derechos humanos la dignidad es entendida de forma igualitaria, como algo que corresponde a todos por igual, y estrictamente individualista, pues se atribuye exclusivamente a cada individuo. Tampoco encaja aquí la atribución colectiva.
Es fácil ver por qué. La dignidad se utiliza en el lenguaje de los derechos humanos para marcar que solo las personas tienen importancia moral última y en consecuencia han de ser consideradas como titulares de derechos fundamentales que aseguran su independencia e inviolabilidad. Pero ese estatus moral fundamental no puede transferirse a otras entidades o agregados colectivos, como pueblos, naciones o culturas. Tales agregados, al igual que las instituciones, tienen un valor derivado y nuestro juicio sobre ellos dependerá del modo en que afectan, para bien o para mal, a la vida de las personas. La medida de su valor sólo puede ser instrumental, en función del servicio que presten a los derechos o al bienestar de sus miembros individuales. Es lo que significa el individualismo moral que subyace a Kant o al lenguaje de los derechos humanos.
Por esa razón hay que pensárselo bien antes de atribuir dignidad a entes colectivos como los pueblos o las naciones. De hacerlo, estaríamos otorgándoles personalidad o estatus moral en pie de igualdad con los individuos. Lo que viene a ser tanto como rebajar la importancia de estos, pues su inviolabilidad e independencia podrían ser sacrificadas en aras del pueblo o la nación. De ese modo, la dignidad colectiva supone convertir la dignidad de los individuos en un valor fungible; cuanto más elevada la primera, más depreciada queda la segunda. Se tornaría dudoso hasta el nombre.
Las palabras arrastran los jirones de su historia, que decía Austin, y el término "dignidad" tiene una larga historia. La dignitas romana representaba la distinción o la nobleza de quien ocupa una posición elevada o un alto rango, por lo que merece un trato deferente. De ahí que evoque el orgullo herido de quien no es tratado con la consideración que merece y por eso la retórica de la dignidad es altamente inflamable. Combinada con la atribución colectiva, que carece de sustancia y queda al arbitrio de quienes se arrogan la representación del grupo, es una receta perfecta para la demagogia y la intransigencia.