Opinión

Elogio de la disciplina de partido

En una democracia representativa, los partidos son criaturas básicamente inevitables. Los políticos electos, por muy independientes que quieran ser, necesitan construir mayorías para sacar leyes adelante, y eso exige inevitablemente enco

  • El secretario general del PSOE y presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en el último Comité Federal -

En una democracia representativa, los partidos son criaturas básicamente inevitables. Los políticos electos, por muy independientes que quieran ser, necesitan construir mayorías para sacar leyes adelante, y eso exige inevitablemente encontrar a otros legisladores que estén dispuestos a apoyarles.

Dado que no hay dos políticos iguales, esta búsqueda de apoyos siempre incluye una negociación. El legislador conseguirá un voto favorable en una de sus prioridades a cambio de apoyar otra medida para él menos importante de manera recíproca. No hace falta ser demasiado avispado para percatarse que construir acuerdos duraderos entre legisladores afines es una ventaja estratégica, ya que les permitirá controlar la agenda y sacar adelante votaciones más fácilmente. Aquellos que se oponen a estas medidas tienen todo el incentivo del mundo para organizarse en sentido contrario, así que los legislativos siempre acaban, tarde o temprano, generando dos o más bloques que votan al unísono. Son opinión organizada, la definición de Benjamin Disraeli de lo que es un partido político.

Resulta obvio que, para ser efectivos, los partidos necesitan un cierto grado de disciplina y coherencia interna. Sus miembros deben ser capaces de acordar una agenda común, y deben poder ofrecer a los votantes un programa político con visos de salir adelante. Un partido indisciplinado no es un partido creíble: si el electorado no cree que las promesas de sus líderes se convertirán en ley si gana las elecciones, no van a desperdiciar su voto apoyándoles.

Lo de meterse en política para dar discursos y perder gloriosamente será todo los moralmente coherente que uno quiera, pero es básicamente inservible si queremos cambiar el país

Un partido político es, ante todo, una máquina de gobernar. Su principal objetivo es alcanzar el poder, o en su defecto, sacar suficientes votos como para ser imprescindible para construir mayorías. Esta no es una visión cínica, sino idealista del papel de estas organizaciones; los miembros de esa hipotética facción de legisladores trabajan juntos para aprobar una agenda. Si tienen una ideología y quiere cambiar la sociedad, necesita mandar para hacerlo. Lo de meterse en política para dar discursos y perder gloriosamente será todo los moralmente coherente que uno quiera, pero es básicamente inservible si queremos cambiar el país.

La reciente expulsión de Nicolás redondo del Partido Socialista ha venido acompañada del habitual coro de voces hablando de autoritarismo, libertad de expresión y la necesidad de tener debates internos en partidos políticos. Los partidos, dicen, deben estar abiertas la discrepancia, no ser organizaciones rígidas y sin debate. Todo esto suena muy bonito, pero tiene poco que ver con las prioridades y necesidades de una formación política en una democracia moderna.

Tener a alguien como Nicolás Redondo quejándose incesantemente de las posiciones que ha acordado la dirección del partido es dañino para la organización

Volvamos a lo de opinión organizada. Para empezar, sabemos que los votantes odian a los partidos que tienen crisis internas. Tenemos un largo historial de sondeos y elecciones que demuestran que las organizaciones con conflictos son castigadas. Queremos que los gobernantes gobiernen y si alguien no parece tener el apoyo de sus compañeros de filas no va a poder hacerlo, así que no le votarán.

Tener a alguien como Nicolás Redondo quejándose incesantemente de las posiciones que ha acordado la dirección del partido es dañino para la organización. Los dirigentes socialistas, en este caso, deben considerar el impacto de esas críticas y su efecto en conseguir la prioridad principal del partido que es ganar elecciones. La decisión que han tomado es drástica pero coherente con las necesidades de la organización. Las coaliciones de opinión necesarias para mantener la coherencia y disciplina interna no son infinitas.

Dicho todo esto, soy de la opinión que la negociación de la investidura con los partidos favorables a la secesión de Cataluña debe tener varias líneas rojas infranqueables. Primero y ante todo, el punto de partida es que esos partidos representan escasamente una cuarta parte del electorado catalán, Y deben ser tratados como una opinión minoritaria, no alguien que represente “el sentir de los catalanes”. Cosas como referéndums, por muy consultivos que sean, no deben ser objeto de negociación. Los independentistas no tienen ni mayoría para reformar el Estatuto catalán, así que no deben exigir algo remotamente cercano a una reforma constitucional.

Poder perdonar a los independentistas

Segundo, y no menos importante, las acciones de los gobernantes independentistas que llevaron a la suspensión de la autonomía fueron extraordinariamente graves. Los líderes democráticos españoles deben poder perdonar a los culpables de lo sucedido, si así lo creen conveniente para la convivencia y el futuro del país, pero únicamente bajo un compromiso serio y creíble que esa fractura política nunca volverá a repetirse. Ahora mismo, tengo serias dudas de que Puigdemont y su grupúsculo de leales entiendan esta realidad.

Quiero recalcar que mis objeciones no son de carácter constitucional, básicamente porque no sabemos que demonios están planteando en estas negociaciones. Dudo mucho de que vayan a acordar algo completamente ilegal. No obstante, un arreglo que respete la ley fundamental pero que no signifique la renuncia completa a la vía unilateral por parte de los independentistas no merece ser firmado.

Los socialistas no deben temer una repetición electoral. Ganar elecciones es importante. Renunciar a tus principios y ceder ante unos iluminados que se niegan a entender qué suerte tienen de que alguien quiera hablar con ellos, sin embargo, no vale la pena.

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