Los economistas tendemos a dejarnos llevar por la coyuntura o, por el contrario, a detenernos en el análisis a largo plazo, olvidando la ruta entre un punto y otro. Podríamos decir que miramos la realidad con gafas de cerca o con gafas de lejos, pero no de media distancia.
Cuando defendíamos la globalización, allá por los años 90, nos centrábamos en sus indudables ventajas a corto plazo (reducción de trabas comerciales e incremento del tamaño del mercado) y a largo plazo (mayor competencia, asignación más eficiente de recursos a nivel mundial, reducción de la desigualdad internacional), pero nos olvidamos de las piedras en el camino, como los costes sociales de la deslocalización industrial o el incremento de la desigualdad a nivel interno. ¿Nos equivocábamos al defender la globalización? No, la realidad es que ha reducido radicalmente la pobreza mundial: simplemente nos olvidamos de cuidar de los perdedores.
Algo similar pasa al analizar la necesaria descarbonización y la transición energética. Nos hemos centrado en las ventajas indudables a largo plazo para la sociedad y para la economía pero, como ya hemos señalado en otros artículos, conviene no olvidar que la ruta hacia el nuevo destino está llena de baches y de ganadores y perdedores. Que no nos pase como con la globalización.
Pues bien, en el ámbito de la inflación quizás también estamos pecando de cortoplacistas. Y no porque la inflación no sea elevada ni peligrosa, ni porque no tenga importantes efectos redistributivos (los conocemos bien), sino porque se nos olvida que hace apenas cinco años los economistas observábamos con estupor las dificultades para estimular el crecimiento y los precios y nos pasábamos el día hablando de factores estructurales en la economía mundial que tendían a deprimir los precios y los tipos de interés a largo plazo. El concepto de “estancamiento secular”, que Larry Summers y otros economistas rescataron del olvido (se debe originalmente a los trabajos de Alvin Hansen de 1938), parece haber desaparecido del debate. ¿Está oscilando la inflación en torno a la tendencia de siempre, o ha cambiado la tendencia?
Como las generaciones mayores tienden a consumir proporcionalmente menos que las que están en plena actividad laboral, lo normal es que la demanda mundial tienda a permanecer relativamente deprimida
Ahora que todo parece girar en torno a la inflación, es un buen momento para recordar los factores que decíamos que tendían a reducir los precios a largo plazo.
El primero era el envejecimiento de la población, más acusado en las sociedades más desarrolladas. La población mundial dejará de crecer allá por 2100, y a partir de entonces tan sólo unos cuantos países de África, Latinoamérica y el sudeste asiático mantendrán una población joven numerosa. Como las generaciones mayores tienden a consumir proporcionalmente menos que las que están en plena actividad laboral, lo normal es que la demanda mundial tienda a permanecer relativamente deprimida. Este argumento es viejo, y tiene sentido, pero supone considerar que el mundo laboral y la salud no cambiarán en las próximas décadas (y eso es mucho suponer).
El segundo era el efecto China, un país que a partir de su entrada en la OMC en 2000 se convirtió en el gran productor y exportador manufacturero mundial y que, gracias a sus bajos costes, contribuyó durante décadas a mantener reducido el precio de numerosos bienes de consumo e inversión. Este efecto sí parece estar tocando a su fin porque, de hecho, China ya tiende a su vez a la deslocalización hacia países próximos de menores costes (como Vietnam) y a reorientar su crecimiento a la demanda interna (dejando por tanto de exportar deflación). Además, el debate post-pandemia sobre la autonomía estratégica hace pensar en una cierta ralentización del comercio con China a medio plazo.
El tercero era el efecto Amazon, entendido como el impacto de las plataformas tecnológicas sobre los precios del comercio, gracias a su presión sobre los márgenes de productores y mayoristas. Aquí hay dos factores que podrían mitigar esta tendencia: por un lado, el hecho de que dichos márgenes no pueden reducirse indefinidamente (pueden perder rentabilidad, pero no perder dinero); por otro, la posibilidad real de que, tras años de ir expulsando a empresas menos competitivas y si las autoridades competencia no lo impiden, el creciente poder de mercado de estas plataformas se traduzca en un incremento de los precios (no lo olviden: el que tiene poder de mercado, lo suele ejercer).
Sin duda la temporalidad y la precariedad laboral han aumentado el porcentaje de población con ganas de consumir pero sin capacidad económica para ello
El cuarto era el factor desigualdad, en la medida en que, como hemos señalado antes, la desigualdad ha aumentado en muchas economías desarrolladas (en especial, las que cuentan con Estados de bienestar menos generosos). Sin duda la temporalidad y la precariedad laboral han aumentado el porcentaje de población con ganas de consumir pero sin capacidad económica para ello.
El quinto, y relacionado con el anterior, era el factor debilitamiento sindical. En el antiguo mundo analógico e industrial la organización de los trabajadores era mucho más sencilla y efectiva que en el actual mundo tecnológico y de servicios, en el que la estructuración de los intereses es más compleja. A este factor atribuían algunos autores la caída de la participación de las rentas laborales en la renta total en las últimas décadas (aunque otros lo achacaban más bien a la existencia de empresas “estrella” ultraproductivas)
Estos dos últimos factores, sin embargo, parecen estar cambiando de signo. Las tensiones en los mercados laborales tras la pandemia (la llamada “Gran Dimisión”) en forma de dificultad para conseguir trabajadores en determinados sectores (en especial en Estados Unidos y Reino Unido, pero también en Alemania), unida a la inclusión del objetivo de reducción de la desigualdad como elemento fundamental de la políticas económicas recomendadas por el FMI o la OCDE, apuntan a una revitalización de los derechos de los trabajadores (que deberían aprovechar los sindicatos, por cierto, para modernizarse).
En conclusión, y aunque algunos factores de estancamiento secular parecen estar cambiando lentamente de tendencia, todos no pueden haber desaparecido de la noche a la mañana. Lo único que está claro es que ahora mismo vivimos épocas convulsas con fuertes tensiones en los mercados energéticos y de materias primas debido a causas económicas extraordinarias (como la pandemia) o geopolíticas (como la crisis en Ucrania). Si evitamos un conflicto bélico y una peligrosa espiral precios-salarios y, mientras tanto, conseguimos revitalizar las cadenas de suministro, lo normal es que las tendencias de largo plazo terminen imponiéndose y pronto podamos hablar de una inflación moderada y controlable.
En ese escenario, las únicas presiones inflacionistas vendrán de los costes de transición hacia una economía descarbonizada (apoyada por una renovada política de inversiones públicas) y de una reducción de la precariedad laboral con un moderado crecimiento salarial. Qué quieren que les diga, evitar el riesgo de estancamiento secular y deflación a base de mejorar la salud del planeta y el bienestar de sus trabajadores no parece una mala solución.