En el invierno de 1434, Federico II, elector de Sajonia, inauguró un mercado de Navidad en Dresden. Desde entonces, al menos, Alemania ha celebrado las Navidades con la civilizada costumbre de congregarse para intercambiar bienes y dinero. El mercado es un lugar de encuentro, de pequeñas celebraciones personales y de vida en la ciudad, que es la creación más perfecta de la civilización humana. Y la Navidad, junto con la Semana Santa, es la celebración religiosa más importante de Europa.
Un hombre ha estrellado un enorme camión negro contra la muchedumbre arremolinada en el mercado de Navidad de Breitscheidplatz, en Berlín. Ha matado a 12 personas y herido a 48. No hace falta pedirle que conozca la historia de las tradiciones europeas para darse cuenta de que sabía que estaba atacando la tradición cristiana en el centro de Europa. No es cuestión de buscar en este acto terrorista la oposición secular de dos civilizaciones contrapuestas, pero sí debemos reconocer que la base cultural y las expectativas que genera tiene consecuencias, y que la convivencia en Europa con millones de musulmanes es un problema; muy probablemente el más grave al que se enfrenta nuestro continente.
El pasado 5 de diciembre, un niño iraquí de 12 años colocó una bomba en el mercado navideño de Ludwigshafen
En el caso del atentado de Berlín, a esta hora no está clara su autoría, pero alcemos un poco la mirada sobre esa plaza de la capital alemana. El pasado 5 de diciembre, un niño iraquí de 12 años colocó una bomba en el mercado navideño de Ludwigshafen, un recipiente lleno de pólvora y clavos y adornado con motivos de esta época. Las sospechas de los transeúntes alertaron a la Policía, que logró neutralizar el explosivo. El 26 de noviembre ya lo había intentado, pero su artefacto no estalló.
El 30 de octubre, un menor fue apuñalado hasta morir en Hamburgo. Y dos semanas antes una estudiante de medicina, de 19 años, fue violada y asesinada por un refugiado de 17 años, del centro en el que ella colaboraba. En julio, en el plazo de tres días, un iraní mató a nueve personas en Munich, un refugiado sirio mató con un machete a una mujer embarazada en Reutlingen y otro del mismo origen detonó una bomba en un festival al aire libre en Ansbach. Hirió a 12 personas. El 18 del mismo mes un inmigrante afgano entró en un tren en Wuerzburgo e hirió a cinco personas con un machete.
El caso de Omar Mateen. Cliente habitual de Pulse, el bar de ambiente homosexual de Orlando, acabó matando a sus clientes en nombre de Alá, y denunciando la degradación moral de Occidente. ¿Quién podría asegurar que no se van a dar casos como este, en los que la Yihad sea la vía de escape de jóvenes musulmanes desubicados o fracasados? Puede que no sean muy frecuentes, pero con una población de 44 millones de musulmanes en nuestro continente (y son datos de 2010), tenemos que asumir que vamos a convivir con el peligro de sufrir un número creciente de atentados.
La abrumadora mayoría de los musulmanes europeos son, en la práctica, pacíficos. Pero muchos no lo son en sus ideas
La abrumadora mayoría de los musulmanes europeos son, en la práctica, pacíficos. Pero muchos no lo son en sus ideas. Un informe de la Oficina Nacional de Estadística (ONS) del Reino Unido recoge que el 80 por ciento de los mahometanos que viven en Londres y tienen menos de 25 años muestran simpatías hacia el ISIS. El gatillo de la Yihad puede pasar del mundo de las ideas al de los hechos en cualquier momento.
La crisis en Siria ha creado un éxodo masivo que, en parte, ha recalado en Europa. Si asumir con éxito la instalación en nuestros países de una población musulmana no es fácil, abrir nuestras fronteras a centenares de miles, a millones de personas procedentes de una guerra, y esperar que no empeore nuestra seguridad, es un absurdo.
Así las cosas, ¿qué podemos hacer? Nosotros hemos asumido que hay que ofrecer todo tipo de facilidades legales, administrativas y morales para que refugiados e inmigrantes, y me refiero en particular a ellos, se integren más fácilmente en nuestra sociedad. Creo que deberíamos ir en el sentido opuesto. La experiencia de los Estados Unidos muestra que allí los inmigrantes cumplen más la ley y los preceptos de la moral ciudadana más que los nativos. ¿Por qué? Porque están deseando formar parte de aquélla sociedad y saben que tienen que hacer un esfuerzo extra. Si queremos integración, en primer lugar tenemos que ser una sociedad atractiva y con oportunidades. En segundo lugar, tenemos que estar orgullosos de nuestra forma de vida, si queremos que la asuman otros. Y, en tercer lugar, tanto las leyes como la propia sociedad tiene que someter a los inmigrantes, especialmente si son de otra cultura, a un escrutinio inteligente.
Si nos avergonzamos de nuestra cultura y nuestra sociedad y le abrimos las puertas a todo el mundo, sin control, acabaremos por destruirnos nosotros mismos.