Opinión

Cuando la falsa meritocracia engendró el populismo

Tal vez culpar a la meritocracia institucional, y su derivada, la tecnocracia, de las graves amenazas que se ciernen hoy sobre la democracia resulte excesivo. Pero es innegable que ha tenido un papel crucial en la emergencia del populismo.

  • Cuando la falsa meritocracia engendró el populismo

En la novela satírica The Rise of the Meritocracy, publicada por vez primera en 1958, el sociólogo británico Michael Young describe una sociedad futura y distópica donde la inteligencia y el mérito han sustituido a la vieja división en clases sociales, alumbrando una sociedad meritocrática que se articula en dos categorías fundamentales: una élite intelectualmente superior, acreedora del poder, y una subclase desprovista de derechos.

Si bien, en este ensayo, Michael Young acuñó el término “meritocracia” para advertir del peligro de una sociedad basada exclusivamente en un sistema de educación selectiva y estandarizada, la práctica meritocrática es en realidad muy anterior. Ya en la China del siglo VI a. C. era aplicada como principio por Confucio. Y cuatro siglos después, todos los aspirantes a un puesto en la administración pública imperial debían superar exámenes escritos.

Ya en la China del siglo VI a. C. la meritocracia era aplicada como principio por Confucio

Este tipo de selección, hoy ampliamente extendido, estableció un concepto de mérito que el historiador Joseph F. Kett calificó de “mérito institucional”. Sin embargo, según Kett, también existía otra forma de mérito que no podía ser identificada mediante pruebas estandarizadas y que, a su vez, definió como "mérito esencial". Este otro mérito se basaba en los logros concretos y tangibles de un individuo, no en sus acreditaciones formales. Y también en su carácter.

La imposición de la “meritocracia institucional”

Existen grandes diferencias entre ambos conceptos de mérito, pero la más importante es que las cualidades de uno y otro no son intercambiables. Es cierto que sus cualidades pueden solaparse e incluso coincidir; un individuo que tenga en su haber grandes logros y un carácter virtuoso también puede poseer un cociente de inteligencia superior y estar perfectamente acreditado, o al revés.

Sin embargo, que puedan existir solapamientos ocasionales entre el mérito institucional y el mérito esencial no equivale a una misma identidad. Muy al contrario, la abrumadora imposición en nuestras sociedades del mérito medible, estandarizado y certificado ha terminado por excluir la apreciación del otro tipo de mérito menos medible.

El mérito institucional se ha impuesto de forma abrumadora

En efecto, el mérito institucional se ha impuesto de forma abrumadora. La razón que se alega es que ­las pruebas y medidas cuantitativas estandarizadas se han adaptado mejor a las necesidades de una sociedad moderna, donde el sistema hereditario de la vieja aristocracia ya no se aplica y prevalece el principio weberiano de racionalización. Además, si "la tasa de progreso social" depende del grado en que el Poder esté vinculado a la inteligencia, parece lógico que las élites tengan acceso a conocimientos y habilidades técnicas específicas que requieran estandarización. Pero ¿es así realmente?

La ingeniería de la certificación

En el pasado, Platón soñó con los filósofos convirtiéndose en reyes y los reyes convirtiéndose en filósofos. Hoy, mediante la ingeniería de la acreditación, se ha entregado el poder político y cultural a una élite cognitiva para hacer realidad el sueño de filósofo griego. Lamentablemente, como Young advirtiera hace más de 60 años en su fábula, la meritocracia institucional no sólo no ha logrado cumplir los deseos de Platón, sino que ha resultado ser extraordinariamente conflictiva, y también destructiva, muy en especial en aquellas sociedades más aferradas a sus principios y aspiraciones democráticas.

Uno de los mensajes más potentes que nos lanza la emergencia del populismo es que hemos llegado a un punto en el que resulta imposible ignorar el carácter problemático de la meritocracia institucional

De hecho, uno de los mensajes más potentes que nos lanza la emergencia del populismo es que hemos llegado a un punto en el que resulta imposible ignorar el carácter problemático de la meritocracia institucional y, por lo tanto, debemos contemplar la posibilidad de que su prevalencia sea incompatible con cualquier aplicación coherente de la democracia.

Este problema ya fue anticipado por Daniel Bell en su ensayo de 1972 "On Meritocracy and Equality" cuando afirmó que “nunca puede haber una meritocracia pura, porque los padres que consiguen acceder a posiciones relevantes invariablemente tratan de transmitir estas posiciones a sus hijos, ya sea mediante su influencia o por las ventajas culturales que pueden proporcionarles. Así, después de una generación, la meritocracia tiende a transformarse en una clase enclavada.”

Bien podría haber añadido Bell que la tendencia de los miembros de la élite a emparejarse entre sí y a concentrarse geográficamente contribuye aún más si cabe a su segregación del resto de la sociedad.

Meritocracia, tecnocracia y antidemocracia

La tendencia a establecer barreras cada vez más infranqueables que separan a la nueva élite del resto de la humanidad ha dado lugar a un intenso debate que a Europa continental parece no llegar, no al menos con la relevancia que merece. Y se distrae esta carencia con la promesa de que personajes como Emmanuel Macron, producto meritocrático institucional donde los haya, lograrán la cuadratura del círculo.

Numerosos politólogos han puesto el foco en la auto-segregación de las élites respecto de una clase media cuyas perspectivas son cada vez más pesimistas

Sin embargo, numerosos politólogos, como Robert Putnam, Charles Murray, Bill Bishop, Angelo Codevilla, Joel Kotkin, Leonard E. Read, Robert H. Frank o el propio Daniel Bell, por citar sólo algunos, han puesto el foco en la auto-segregación de las élites respecto de una clase media cuyas perspectivas son cada vez más pesimistas. La conclusión es que esta circunstancia está afectando a la convivencia y alterando gravemente la percepción que el ciudadano común tiene de la política… y de la democracia.

Tal vez culpar a la meritocracia institucional, y su derivada, la tecnocracia, de las graves amenazas que se ciernen hoy sobre la democracia resulte excesivo. Pero es innegable que éstas han tenido un papel crucial a la hora de imponer evaluaciones, pruebas de aptitud, clasificación y demás métricas estandarizadas que han terminado compartimentando a la sociedad y extinguiendo cualidades muy valiosas.

Por otro lado, también es un hecho que han sido responsables del establecimiento de prioridades políticas que no se compadecían con las inquietudes de grandes bolsas de población. Y quizá haya llegado la hora de afrontar el incómodo hecho de que la meritocracia institucional, aunque democrática en sus intenciones, ha resultado extraordinariamente antidemocrática en sus resultados.

Son numerosas las señales que parecen indicar que la élite meritocrática ya no es verdaderamente meritocrática

Son numerosas las señales que parecen indicar que la élite meritocrática ya no es verdaderamente meritocrática; mucho menos en el sentido del "mérito esencial" que, por ejemplo, defendía Thomas Jefferson cuando se fundaron los Estados Unidos. Y ni qué decir tiene que esto se agrava extraordinariamente en el caso español, donde importa muy poco lo que se dice y mucho quién lo dice. Aun así, quienes forman parte de la élite cognitiva creen que su privilegiada posición no la obtuvieron de forma ventajosa sino mediante su propio esfuerzo. Y tal vez no estén del todo equivocados, pero también es muy posible que estén más equivocados de lo que creen.

Sea como fuere, parecen empeñados en abundar en el error. La solución que ofrecen es “más educación” y, en consecuencia, más acreditación. Lejos de demostrar predisposición al cambio, pretenden consolidar su posición presentándose como una nueva intelligentsia que sólo se referencia a sí misma y a sus propios estudios. Peor aún, se comportan de manera displicente, casi infantil, y vituperan a quienes cuestionan sus dogmas, mostrando una imagen de superioridad intelectual, y, por encima de todo, de Poder. Y como bien decía Christopher Lasch, “cuando las imágenes de poder eclipsan la realidad, los que no tienen poder se encuentran luchando contra fantasmas”, lo cual exacerba aún más el sentimiento de frustración. 

Al final, en la fábula de Young, la meritocracia propicia su propia caída

Al final, en la fábula de Young, la meritocracia propicia su propia caída. Los "perdedores" del sistema meritocrático, consumidos por el resentimiento, se constituyen en una extraña “alianza populista” (cito literalmente a Young… ¡en 1958!). Y, para bien o para mal, la sublevación triunfa.

Evidentemente, se trata de una fábula. Pero no estaría de más que los listos empezaran a bajarse del pedestal. Al fin y al cabo, no se trata de volver al pasado como alegan, ni mucho menos. Muy al contrario, el concepto de mérito esencial es mucho más moderno y sofisticado que el apolillado mérito institucional. Y bastante más acorde con un mundo en constante cambio, donde cada individuo ha de poder sacar lo mejor de sí mismo y competir en igualdad de condiciones.

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