Hace poco más de cuatro años Alexis Tsipras, un joven político procedente de la extrema izquierda, se hizo con el poder en Grecia. Era la sensación del momento. A pesar del pequeño tamaño del país y de su raquítica economía, pronto se convirtió en una celebridad europea. Él y, especialmente, su flamante ministro de Economía, Yanis Varoufakis, un combativo profesor universitario que aseguraba que de la crisis sólo se saldría declarando una gigantesca bancarrota.
En Alemania les miraban con pavor temiendo que serían ellos quienes terminarían corriendo con los gastos de la gran boda griega. En España, el ascenso de Syriza, el partido de Tsipras, coincidió con el de Podemos. Eran dos movimientos gemelos en esquinas opuestas del Mediterráneo. Tsipras e Iglesias se dejaban ver juntos en los mítines, bramaban por el fin de la austeridad y despotricaban contra el euro, contra el banco emisor y contra Angela Merkel, a quien hacían responsable de todos los sinsabores que Grecia y España atravesaban en aquel momento.
Tsipras estaba de moda y ganó por goleada las elecciones de enero de 2015. Acto seguido amenazó a la Unión Europea con suspender pagos si no les perdonaban una parte de la deuda, al tiempo, naturalmente, que les seguían financiando en condiciones preferentes. Fracasó estrepitosamente, porque confundió al Eurogrupo con el compungido rector de una universidad a quien unos estudiantes revoltosos le han ocupado una facultad. Varoufakis salió del Gobierno, se declaró un breve corralito y se sometió a referéndum el plan de rescate que la Comisión Europea le había puesto sobre la mesa.
Para pagar la deuda Tsipras ha exprimido a la ya castigada clase media, que es la que termina cubriendo los descuadres de caja de los Gobiernos
Seguía sin entender nada. El referéndum lo ganó de calle, pero una semana después tuvo que agachar la cabeza y aceptar un rescate de tres años con condiciones aún más duras que el anterior. Tras aquello fue de nuevo a elecciones y las volvió a ganar, aunque con menos votos que unos meses antes. La magia persistía. Los griegos creían lo que querían creer. No podía ser de otra manera después de varios años machacados por una letanía en la que ellos eran las víctimas y los alemanes los verdugos. Ese relato, construido con paciencia durante años por la extrema izquierda griega, era la consecuencia de varias décadas de derroche y endeudamiento perpetrado tanto por los socialistas del PASOK como por los conservadores de Nueva Democracia.
En 2015 la economía estaba devastada. El desempleo escalaba por encima del 27%, el déficit público se situaba en el 5% y el PIB descendía por octavo año consecutivo. Tsipras les vino a decir que todo eso tenía una solución mágica y que él era el dueño de la varita. La fantasía quedó desmontada en cuestión de cinco meses. La amenaza de salirse del euro no fue más que una bravata que nadie fuera de Grecia se creyó. De haberse producido la economía griega hubiese colapsado en cuestión de semanas. Sólo la amenaza les costó una repentina restricción de la libre disposición de efectivo en los bancos que puso en jaque mate al Gobierno en sólo unas horas.
Desecho el artificio, sólo le quedaba salvar la cara aumentando a cualquier costa los ingresos, porque los gastos no estaba por la labor de tocarlos. El gasto público en Grecia, que en 2015 fue de 105.000 millones de euros, el año pasado ascendió hasta los 102.000 millones, un 2,8% menos. Mucho recorte no parece. Si no quería gastar menos, ¿de dónde iba a sacar el dinero para atender a los vencimientos de deuda? Simple: de exprimir a la ya castigada clase media, que por su número y su proverbial indefensión es la que termina pagando los descuadres de caja de los Gobiernos.
Todos los griegos, no los ricos, sino todos, pagan hoy más impuestos que hace cuatro años. La presión fiscal es asfixiante, tanto que una de las promesas de campaña de Tsipras era bajarla. No coló, claro. Tampoco lo hizo su compromiso de subir las pensiones, que durante el Gobierno de Syriza han bajado de promedio un 20%.
El país ya no está en la UVI, pero sigue soportando una deuda sobre PIB monstruosa, 180%, el desempleo está en el 18% y el PIB crece sí, pero a paso de tortuga
Esta es la realidad hoy, pero hace cuatro años Tsipras juraba que iban a ser los ricos quienes apechugasen con el ajuste. Ricos dignos de ese nombre ya no quedan en Grecia. Los que han podido huir han trasladado su residencia fiscal a otros países de la UE, algunos cercanos y culturalmente afines como Chipre, que se ha convertido en uno de los refugios favoritos de los griegos acaudalados.
Era, en definitiva, todo mentira. Ni había posibilidad de repudiar la deuda -al menos sin quebrar por completo el país-, ni de salir de aquello a costa de los ricos. Pero los griegos prefirieron confiar en la magia aún a sabiendas de que la magia no existe. Les ha costado un casi un lustro entender algo tan elemental.
Hoy el país ya no está en la UVI, pero sigue soportando una deuda sobre PIB monstruosa de cerca del 180%, la tasa de desempleo está en el 18% y el PIB crece si, pero a paso de tortuga. En 2017 el crecimiento fue del 1,5%, en 2018 del 1,9%. Grecia no ha salido de la crisis, se ha instalado permanentemente en ella.
El lema electoral de Syriza en las triunfantes elecciones de 2015 decía textualmente "la esperanza está de camino". La esperanza se ha traducido en parálisis, en cuatro años perdidos en los que el país se ha limitado a esquivar el abismo sin cambiar ni una coma de la política económica que les llevó a la ruina.
El nuevo primer ministro, Kyriacos Mitsotakis, parece tener claro cuál es el origen de la enfermedad, en todo lo demás es una incógnita. Los conservadores griegos no se han caracterizado por su buena gestión económica. Ni Konstantinos Karamanlis de 2004 a 2009, ni Antonis Samaras de 2012 a 2015, fueron buenos primeros ministros. A su ceguera y cobardía se debió que todo el país cayese bajo el embrujo del populismo de Syriza. Habrá que esperar y darle tiempo, aunque me temo que la hiperactiva izquierda griega mucho no le va a conceder.