El campeón de ajedrez y exiliado ruso Garry Kasparov tituló 'Winter is coming' su libro de denuncia sobre el presidio interno y el peligro exterior que constituye la Rusia del zar Putin. Consolidado el primero década a década, avanza imparable el segundo ante la fatiga ya crónica de un Occidente que tiene la autoestima por los suelos y que ya no cree en su propio rol geopolítico. Sí, el invierno está llegando, y los occidentales ni lo quieren ver ni se están preparando. El invierno amenazador es el de un cambio de potencia hegemónica global.
Rusia no conquistaría ese rol con comercio e inversiones, ni con los valores que proyecta, ni generando bienestar, progreso y libertad. Moscú carece de influencia ideológica (más allá de cuatro Alt-Righters que han canonizado a Putin) y también de músculo económico: un capitalismo tan falseado y distorsionado por el Estado y sus cronies no da para más. Intenta hacerse con el liderato empleando los argumentos militares y el chantaje energético. Sus compañeros de viaje ponen los pelos de punta: todos peores aún que Rusia. Los lugartenientes de la primera potencia mundial ya no serían países como Gran Bretaña, Alemania o Canadá, sino las salvajes satrapías de Asia Central, las microrrepúblicas desgajadas de los países que huyeron de la bota rusa (Transnistria, Abjazia…), los regímenes comunistas de América Latina —una vez se consolide el proceso de cubanización y rusificación de Venezuela y algunos más—, y toda una colección difusa de enemigos del lifestyle occidental, desde Irán, Siria y la Turquía que está urdiendo Erdogan hasta las Filipinas del peligrosísimo Rodrigo Duterte.
El problema es que tienen mucha razón los críticos del gatillo fácil estadounidense, de la geopolítica à la Kissinger, del intervencionismo desaforado y sin planes de largo plazo, del cambio errático de regímenes en infinidad de países. Tienen razón quienes cuestionan la loca carrera de acciones “quirúrgicas” que sólo han generado odio: bombardeos “selectivos”, incursiones de drones, etcétera. Tienen razón cuantos acusan a Washington de llevar, desde hace muchas décadas, una política exterior cortoplacista sin detenerse siquiera a estimar las consecuencias previsibles. Con el tiempo, los daños “colaterales” salen por la culata, y multiplicados.
En general, la acción exterior estadounidense ha adolecido de una enorme miopía, de una ingenua prepotencia y de una descoordinación arrogante incluso respecto a sus propios aliados
En general, la acción exterior estadounidense ha adolecido de una enorme miopía, de una ingenua prepotencia y de una descoordinación arrogante incluso respecto a sus propios aliados. En particular, la presidencia de George W. Bush fue desastrosa. El ataque incoherente a Iraq tras el extraño 11-S, las falsas armas de destrucción masiva, el lío de Afganistán, las torturas de Abu Ghraib y el horror de Guantánamo, fueron errores catastróficos. El desgaste reputacional de los Estados Unidos ha sido tan grande que, si hubiera que evaluarlo en dólares sería sencillamente incalculable. La tierra de la Libertad, el imán de los pobres y los perseguidos, el hermano mayor que nos libró de Hitler y luego nos defendió del comunismo… ha pasado a ser, para la mayoría de la población europea y occidental, un torpe bruto que, por su propio interés y sin consultar con nadie, se mete donde no le llaman agravando los problemas. En los propios Estados Unidos, esa visión ya la tenía la izquierda de los setenta, marcada por Vietnam, pero la torpeza de Bush (y de los Clinton) ha terminado por extenderla a un contingente amplísimo de la derecha. Ni adrede se habría hecho peor.
La mala noticia es que la geopolítica es un complejo cubo de Rubik en el que cada movimiento de una pieza mueve inevitablemente otras y, en realidad, afecta a todas. Para que se diera una auténtica situación de paz permanente y ausencia de hegemonías tendría que haber en el mundo dos mil pequeños Estados o veinte mil, no doscientos. Por eso una estrategia libertaria muy sensata pero de largo plazo es promover la desconcentración del odioso “sector Estados”, hoy peligrosamente oligopólico, como paso para irlos disolviendo en una futura humanidad autoconducida mediante el orden espontáneo de las relaciones privadas (comerciales, personales, culturales) entre los individuos y sus agrupaciones libres. Más Estados normalmente lleva a menos Estado.
¿Queremos regresar al desorden bipolar de la Guerra Fría, que a punto estuvo de costarnos hasta la supervivencia?
Pero en la realidad de hoy y con los mimbres disponibles para hacer el cesto, resulta imperativo entender que no hay —ni puede haber— vacíos de poder geopolítico: toda influencia retirada se ve inmediatamente sustituida por otra. Cuando Washington (u Occidente coordinado) no interviene de forma directa o indirecta, otros lo hacen en su lugar. Confiar en que eso no suceda es de una ingenuidad temeraria. Se puede optar por no intervenir, por supuesto, pero entonces no vale sorprenderse a continuación, cuando la intervención alternativa produzca efectos indeseados, entre ellos la paulatina conformación de todo un bloque hostil. ¿Queremos regresar al desorden bipolar de la Guerra Fría, que a punto estuvo de costarnos hasta la supervivencia?
La paz americana, con sus muchas sombras y gravísimos errores, ha permitido el avance del capitalismo, de la ciencia y la tecnología y de la más amplia libertad individual de la Historia en un marco civilizado y pluralista. Su desgaste es inmenso, pero su alternativa más obvia es peor: Rusia se debate entre los vestigios culturales del comunismo y un feroz neotradicionalismo ultraconservador que parece compartir las bases filosóficas del fascismo. Lo que no es en ningún caso es un baluarte de la Libertad, sino un impulsor del estatismo. De forma inminente, Rusia va a desarrollar en nuestras fronteras las mayores maniobras militares de su Historia, llamadas muy oportunamente Zapad (“Occidente”). Mientras tanto, arma a los talibán afganos y trata a Kim Jong-un con un repulsivo guante de seda.
Washington no puede ni debe ser Globocop, de acuerdo. Pero Moscú tampoco. Hace falta una transición geopolítica para que todo Occidente —no Washington solo— actúe de una manera más horizontal y coordinada proyectando el modelo de libertades e interviniendo, en los casos inevitables, con la suficiente legitimación formal y sobre todo popular. Si no, una nueva hegemonía sustituirá la actual proyectando un sistema de valores peor. Y entonces Kasparov tendrá razón: habrá que abrigarse para resistir el frío que vendrá de Rusia.