La sentencia de la sección segunda de la Audiencia Provincial de Navarra sobre el caso de ‘La Manada’, como se conoce popularmente, ha levantado una oleada de protestas e indignación social con pocos precedentes. La agria polémica que ha seguido al fallo del tribunal ha ido mucho más allá de la crítica razonada al contenido de la sentencia o los detalles del voto discrepante. Las reacciones que ha suscitado en la calle, en la prensa y las redes sociales o en las declaraciones de los representantes políticos bien merecen alguna atención por lo que indican sobre el estado de la discusión pública en la sociedad española.
Días antes de que se conociera el fallo ya se habían convocado manifestaciones de protesta, según han reconocido algunas organizadoras. Al poco de conocerse la sentencia, sin tiempo para una lectura somera de los densos 370 folios, ya se habían pronunciado portavoces de distintos partidos para mostrar su repulsa y malestar, en algún caso con expresiones como ‘vergüenza y asco’. Hemos visto las pancartas con el eslogan ‘justicia patriarcal’ y también las fotos de los tres magistrados, acusados no sólo de ‘machistas’ o ‘misóginos’, sino de cómplices de los delincuentes. Especialmente graves han sido las descalificaciones e insultos dirigidos contra el magistrado del voto discrepante, del que un catedrático de Derecho Constitucional ha llegado a decir que bien podría haberse unido a ‘La Manada’. El propio ministro de justicia, Rafael Catalá, no ha tenido empacho en señalar al juez del voto particular como alguien con ‘problemas’, en unas declaraciones que han provocado el rechazo de jueces y fiscales. Desde las filas socialistas se ha criticado la sentencia por no coincidir con el ‘veredicto social’ y más de un millón trescientas mil personas han firmado una petición para ‘inhabilitar’ a los tres magistrados de la Audiencia de Navarra.
En una democracia constitucional, el papel del juez en la tutela de los derechos fundamentales de los ciudadanos no puede quedar al albur de mayorías cambiantes, reivindicaciones partidistas o causas bienintencionadas
Consideremos por un momento lo que significan reivindicaciones como éstas: una sentencia penal, que supone años de prisión, ha de responder al sentir popular; y en caso de que los jueces no alineen sus decisiones con la opinión pública tendrían que ser sancionados o apartados de la carrera judicial. Es difícil no sentir perplejidad ante el millón y pico de ciudadanos que apoyan una cosa semejante y cabe preguntarse si realmente entienden cuáles serían las consecuencias para el Estado de Derecho.
A la vista del clima emocional creado, no es de extrañar que muchos se comporten como ‘ciudadanos expresivos’, como llaman Brennan y Lomasky a aquellos cuyas acciones manifiestan sus emociones, de ira o indignación, sin más propósito que el de expresarlas. Pero esas actitudes y sentimientos que se expresan frívolamente, sin la disciplina o la prudencia que exige atender a las resultados, no son inocuas. Las redes sociales amplifican extraordinariamente el eco de tales actos, puramente expresivos o simbólicos, y su efecto acumulativo sí tiene consecuencias en la conversación pública. Lo que se mezcla con la simple desinformación o ignorancia. ¿Cuántos de los que protestan se han tomado el trabajo de leer la sentencia? La pregunta suena ingenua a la vista de la extensión y complejidad técnica de los argumentos expuestos en la sentencia o en el voto particular, tanto con respecto a los hechos probados como a los fundamentos de Derecho. Hemos visto, por ejemplo, corear el lema ‘yo sí te creo’, a pesar de que la sentencia concede toda credibilidad al testimonio de la víctima. Pero, más allá de la sentencia, resulta aún más preocupante el desconocimiento acerca el papel del juez en una sociedad democrática.
No se trata sólo de frivolidad o falta de información. También están los que apelan al pueblo contra las instituciones o la ley, un motivo recurrente en la discusión actual sobre el populismo. Aristóteles señalaba a los demagogos de su tiempo como aduladores del pueblo, comparándolos con los aduladores de los tiranos. Como el pueblo es soberano en un régimen democrático, estos demagogos pretenden que decida sobre todas las cosas. Una invitación halagadora, que muchos aceptarían con gusto, pero que tendría efectos nefastos para el orden democrático. Como explica el filósofo, allí donde mandara la multitud no habría más ley que la voluntad caprichosa y mudable de ésta, o de los demagogos que la controlan, y se disolverían las magistraturas. Sin el freno de la ley el pueblo no se diferenciaría de un déspota de muchas cabezas y los ciudadanos no disfrutarían de la seguridad de la ley ni de la libertad que hace posible. El pasaje de Aristóteles no puede ser más actual: ‘donde no mandan las leyes, no hay república (politeia)’. Hoy hablaríamos de ‘democracia constitucional’.
No parece que aquellos que defienden sanciones para los jueces que no alineen sus decisiones con la opinión pública sean conscientes de cuáles serían los efectos de tamaña idea en el Estado de Derecho
Cuando el filósofo habla de que son los magistrados los que ha de decidir sobre los casos particulares de acuerdo con la ley, nos recuerda el sentido del ejercicio de la función jurisdiccional. En un régimen democrático las leyes las hacen los representantes de los ciudadanos en el Parlamento; si es oportuna una reforma del Código Penal, corresponde al legislador decidirlo. Los jueces, por su parte, han de aplicar las leyes democráticamente aprobadas, sujetando sus decisiones exclusivamente a ellas. Esa estricta subordinación a la ley no sólo fija los deberes del juez, sino que requiere ciertas garantías institucionales para que adopte sus decisiones con independencia e imparcialidad, entre las que se encuentra el ser inamovibles. Por supuesto, la dificultad de juzgar entraña un margen de apreciación de los hechos y de interpretación de las leyes. Por eso el juez está bajo obligación de decidir sin atender a otra cosa que no sean los méritos del caso y de motivar racionalmente sus decisiones de acuerdo con los hechos probados y razones legales. Para ello hay que asegurar su independencia frente a presiones externas o intereses espurios, lo que no se refiere solo a las injerencias del poder ejecutivo, sino también a la prensa o la opinión pública del momento.
Esta es la concepción tradicional del juez: sujeto únicamente a la ley y por ello garante último del imperio de la ley. Pero en una democracia constitucional su papel es aún más relevante, puesto que el juez ya no está subordinado sólo a la ley, sino también a la Constitución y ha de velar porque la primera se ajuste a la segunda. Ello significa un papel activo en la tutela de los derechos fundamentales de los ciudadanos, que no pueden quedar al albur de mayorías cambiantes, reivindicaciones partidistas o causas bienintencionadas. Y no menos importante, supone vigilar que los poderes públicos se ejerzan siempre dentro de la ley y de acuerdo con la Constitución. Dicho de otro modo, en una sociedad democrática como la nuestra los jueces se convierten en custodios del Estado de Derecho y de las libertades de los ciudadanos.
La conclusión es clara: poner en cuestión la independencia judicial afecta al núcleo del Estado de Derecho y el orden constitucional. Que se haga por frivolidad, desconocimiento o en nombre de la democracia no resta gravedad al asunto. Por supuesto, nada de lo dicho se opone a la necesidad de someter a discusión y crítica las decisiones judiciales, pero lo que hemos visto estas semanas atrás dista mucho de una discusión razonable sobre una sentencia. La impresión que deja la polémica, desde luego, no invita al optimismo.