Opinión

Los lazos y la adolescencia problemática del pobre Torra

El independentismo ha adoptado la típica actitud del hijo rebelde al que se le enquista la adolescencia y afronta los veintitantos con un discurso que, a simple vista, puede parecer

  • Balcón de la Generalitat.

El independentismo ha adoptado la típica actitud del hijo rebelde al que se le enquista la adolescencia y afronta los veintitantos con un discurso que, a simple vista, puede parecer sesudo, pero que esconde las mismas carencias que las de un alumno del último año de primaria. Lo que a los 13 años puede ser valorado como el fruto de la inquietud, a las puertas de los 40 refleja que no hay nadie al volante y aconseja tratamiento psicológico. Por eso, los intentos de dotar de heroicidad a las constantes ocurrencias de la Generalitat y de las asociaciones que respaldan el soberanismo sitúan a sus autores al nivel de esos púberes que buscan a cada rato motivos para emprenderla contra sus progenitores. Algo que produce cierta vergüenza ajena, pero que no parece importarle en exceso a quienes respaldan a los líderes de este desafío contra el Estado. Entre ellos, una parte de la izquierda española, que ha adoptado un papel de tonta útil en este asunto.

El último envite de estos tipos se ha producido después de que la Junta Electoral Central ordenara a Quim Torra quitar de las fachadas de los edificios públicos los lazos amarillos, que son quizá el mejor síntoma de la falsa manía persecutoria del independentismo. La decisión respondía a la necesidad de garantizar la debida neutralidad de los poderes públicos en las semanas previas a los comicios generales, sin embargo, rápidamente fue elevada a la categoría de casus belli por el aparato propagandístico soberanista, tan nutrido con dinero público como exento de capacidad crítica. Y, lejos de cumplir el mandato, Torra ha consentido que se cuelgue en el Palacio de la Generalitat una pancarta que incluye un lazo blanco, en lugar de amarillo, en una nueva demostración de su capacidad de recochineo para con el Estado.

Siempre que ocurren este tipo de cosas, es bueno recurrir a Pilar Rahola para saber por dónde pueden venir los tiros. La niña mimada del periódico generalista del conde de Godó –tan carente de coherencia como ridícula en su empeño por lamer las botas del Govern- aseguraba el miércoles que la polémica de los lazos amarillos “no es un tema menor”, puesto que “atañe al núcleo duro del conflicto entre los derechos catalanes y el poder español”. “Con el gesto de arrancar los lazos amarillos intentan arrancar la condición de víctimas a los represaliados. Se trata de un proceso de deshumanización de la causa catalana, al estilo de otros muchos gestos”, añadía.

Incómodos antecedentes

Hace algo más de tres años que la Junta Electoral Central paralizó la distribución de la propaganda electoral de Vox por incluir sobres con los colores rojo y gualda, lo que consideró que incumplía la ley, del mismo modo que ocurre con la simbología independentista. El ejemplo viene al pelo en este caso, pero ha sido obviado por el independentismo a la hora de encuadrar la decisión de la JEC dentro de la persecución política que vive el soberanismo, a la que también ha aludido el abogado de Oriol Junqueras en el juicio del 'procés'.

Tampoco es tenido en cuenta por los más jugosos cerebros de la causa, como el de Rahola, el hecho de que, hace seis días, varios miles de independentistas acudieran a Madrid para manifestarse contra el proceso penal que el Tribunal Supremo mantiene contra los presuntos responsables del 1-O. La movilización fue consentida, transcurrió sin incidentes e incluso, quien más, quien menos, paseó su bandera ‘estelada’ por la Gran Vía, el estanque del Retiro y las tascas de alrededor de la Plaza Mayor sin ser señalado con el dedo ni increpado. Pero, aun así, las acusaciones de asedio al independentismo se mantienen, alimentadas por 'las Raholas' de turno y por quienes paran habitualmente por los bebederos de dinero público.

El objetivo de estos rebeldes a tiempo parcial es demostrar que en España hay 'catalanofobia’ y que, por tanto, pertenecen a un pueblo subyugado. Este discurso victimista choca una y otra vez con la realidad y retrata la perfidia de quienes lo promueven, aunque eso no parece importarle demasiado al importante sector de la sociedad catalana -nunca conviene obviar esto- que está descontento con la situación de Cataluña en España, quiere la independencia y considera que sucesos, como las cargas policiales del 1-O, son pruebas irrefutables de la persecución al soberanismo.

Quienes dirigen este movimiento saben que su supervivencia política depende de su capacidad para añadir más leña al fuego. Por tanto, la posible imputación de Torra por desobediencia, por el asunto de los lazos, no deja de ser una buena noticia para ellos. También lo es la amenaza de volver a España de Carles Puigdemont para recoger el acta de eurodiputado que posiblemente conseguirá en mayo. Y, por supuesto, la sentencia del juicio del 'procés', que, sea cual sea, será definida como oprobiosa y generará un más que previsible recurso ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

El adolescente es problemático porque sabe que la formalidad no le beneficia. Y menos la madurez, dado que la asunción de la realidad evaporaría su absurda fantasía de emancipación.

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