Opinión

Lobato, los lobos y el rebaño

Había partido y Juan Lobato no ha querido -o no ha podido- jugarlo, arruinando cualquier esperanza de cambio. Una vez más, ganan los lobos

  • Reyes Maroto, Pedro Sánchez y Juan Lobato


Juan Lobato no fue al notario porque desconfiara de “una compañera de partido”. Lo hizo porque desde el primer momento sospechó que “alguien” en Moncloa pretendía utilizarle para ejecutar una acción manifiestamente ilegal y, de paso, matar dos pájaros de un tiro: elevar la potencia de fuego contra Isabel Díaz Ayuso y tenerle cogido por las glándulas. Tiempo después, y constatada la intención de ese “alguien” de descabalgarle de la secretaría general del PSOE de Madrid, Lobato, en una maniobra algo desesperada, pero de aparente legítima defensa, parecía decidido a dar la batalla.

Pero la mera pretensión de protegerse del complot cocinado en los sótanos del sanchismo fue tachada por el aparato de conducta desleal. Así que no había salida fácil. Da igual el camino que elijas para defenderte, de frente o por vía notarial. Con esta gente siempre tienes muchas papeletas para ser tú quien acabe pagando las consecuencias. Como así ha sido. Máxime si no pisas terreno firme, sino arenas movedizas. Vayamos por partes.

Hay muchos ejemplos que ilustran la aplicación de los principios de la escuela estalinista en lo que se refiere al tratamiento de la discrepancia en el PSOE de la era sanchista. Lo que le ha pasado a líder de los socialistas madrileños ya lo experimentó, por ejemplo, el exdirector general de la Guardia Civil, Leonardo Marcos, cuando al superior requerimiento de que tenía que controlar más lo que hacía o dejaba de hacer la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil, contestó que cuando los agentes de la UCO actúan como Policía Judicial tal pretensión es inviable. Desenlace: cese fulminante vestido de dimisión voluntaria por motivos personales.

No descartemos que el dimitido secretario del PSOE madrileño entre en el Supremo como testigo y termine, antes o después, junto a Óscar López, dentro del paquete de nuevos imputados

A don Leonardo, un alto funcionario con una extensa carrera en la Administración General del Estado, y sin adscripción política declarada, le sustituyó Mercedes González, destacada militante del PSOE de Madrid y uno de los nombres que de forma recurrente se han manejado como alternativa a Lobato. No era fácil que éste aguantara el tipo. Cuando se pone en marcha, la maquinaria de aniquilamiento combinado Moncloa-Ferraz es una apisonadora. Todavía más en vísperas de un Congreso diseñado para consolidar al partido como una estructura uniforme, sin fisuras ni debate, al servicio de un liderazgo populista y plebiscitario.

Juan Lobato parecía haber optado por arriesgarse a morir matando. Políticamente hablando. Porque tenía, tiene, donde caerse muerto. Licenciado en Derecho y Administración y Dirección de Empresas, funcionario en excedencia del Cuerpo de Técnicos de Hacienda, el secretario general de los socialistas madrileños había decidido, en primera instancia, oponer resistencia. Porque se lo podía permitir. No como otros. No como muchos de los 1.095 delegados y delegadas que van a asistir al 41º Congreso Federal del Partido Socialista, a celebrar en Sevilla este fin de semana y en el que nada sustancial se va a debatir.

Lobato iba a ser la atracción principal, el único atisbo de discrepancia de un cónclave uniforme y uniformado, convocado antes de la fecha prevista al objeto de anticipar las decisiones orgánicas y políticas a las que en su día puedan tomar los tribunales de Justicia. Es decir, diseñado para cubrir las espaldas del César y allegados. Sin controversias, sin debates. Como ha apuntado aquí Ramón Jáuregui, refiriéndose al contenido de la Ponencia Marco, sin “plantear, sugerir o suscitar debates muy profundos sobre algunas de las realidades y de las dificultades con que nos encontramos a nuestro alrededor para impulsar y desarrollar nuestros ideales”.

Pendientes del Supremo

Jáuregui considera inaplazable una “reflexión seria y medidas urgentes desde nuestras posiciones políticas” acerca de cuestiones que no aparecen en el índice del texto base del 41 congreso, y reclama: 1) “Reforzar la separación de poderes y en particular evitar la politización de la Justicia y viceversa”; 2) “Compromisos concretos para garantizar la independencia de los órganos institucionales y para evitar la tentación partidista en sus nombramientos”; 3) El fin de un “bloquismo” que “acentúa una peligrosa polarización política e impide grandes pactos de Estado necesarios en un país de estructura territorial compleja y multinivel para atender problemas urgentes y compartidos”.

En la Ponencia Marco no hay nada de eso. Es un catálogo de buenas intenciones, muchas repetidas, que los incumplimientos de estos años convierten en papel mojado. Es un texto en cuya elaboración no han participado las agrupaciones locales, que apenas contaron con margen para debatirlo al recibir la ponencia solo seis días antes de las asambleas. Unas asambleas que solo sirvieron para confirmar la lista de delegados, ya decidida de antemano por los fieles al mando sin que conste protesta significativa de la base. El rebaño es obediente. Y por eso mismo peligroso. Abro paréntesis:

(El cónclave sevillano, en términos de contenido, va a ser inocuo. Lo saben, y por eso no hay que descartar sorpresas. ¿Qué tal una espontánea discusión en alguna de las mesas sobre Monarquía o República? Seguro que el anuncio en las fechas previas al congreso sevillano de la querella que se disponen a presentar contra el Rey Juan Carlos los Auger, Martín Pallín, Mena y Jiménez Villarejo es solo una casualidad. Seguro que en Moncloa no irritaron lo más mínimo las imágenes confrontadas de Felipe VI y Pedro Sánchez en Paiporta. Pero lo dicho: no descartemos sorpresas.)

De haber mantenido Lobato la apuesta, Madrid podría haber sido el germen de una operación que culminara algún día en un cambio de ciclo; de una alternativa al sanchismo

Volvamos atrás. Podía parecerlo, pero Juan Lobato no estaba solo. La inicial decisión de no dimitir la había compartido con personas de su estrecha confianza. Personas que, como él, comparten en lo esencial las reflexiones de Ramón Jáuregui. Lobato había recibido multitud de mensajes de apoyo. El que le envió el expresidente del Senado Juan José Laborda dice así: “Buenos días secretario general: recibe un fuerte abrazo y sé firme. ¿Desde cuándo Moncloa decide quién debe ser el secretario general de la federación socialista madrileña? ¡Madrid no es el Estambul del imperio otomano! ¿O sí? Empiezas a pasar a la historia, en su versión ejemplar. Un abrazo”.

Lo siento, Juanjo. No hay nada de ejemplar en esto. Había partido y Juan Lobato no ha querido jugarlo. “Mi forma de hacer política no es compatible con la de una mayoría de los dirigentes de mi partido”, dice en su carta de dimisión. Precisamente por eso había que dar esta batalla. Porque Madrid, de haber mantenido la apuesta por esa otra forma de hacer política, podría haber sido el germen de una operación que culminara algún día en un cambio de ciclo. Que certificara que en el PSOE todavía hay vida más allá del sanchismo.

Ya no será posible. Pedro Sánchez tendrá, como quería, un congreso plácido.  ¿Por qué Juan Lobato cambia de opinión en horas veinticuatro? Quizá el viernes salgamos de dudas. Y no descartemos que el dimitido secretario del PSOE madrileño entre en el Supremo como testigo y termine antes o después, junto a Óscar López, dentro del paquete de nuevos imputados. Nueve meses ocultando una presunta ilegalidad son muchos meses. Pero no es eso lo peor. Lo peor es que ganan de nuevo los lobos. Lo más grave es que Lobato ha arruinado cualquier esperanza de cambio.

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