Este es uno de los rarísimos casos en que un actor se adueña de un texto, lo incorpora a su organismo y a su código genético, y, con el paso de los años, es el texto el que acaba por adaptarse al actor; le obedece y casi le consiente. Solo recuerdo un ejemplo parecido, y no es en el teatro sino en la música: lo que hacía Chavela Vargas con la canción Piensa en mí.
Lola Herrera acaba de estrenar su obra Cinco horas con Mario en el teatro Bellas Artes de Madrid. He dicho “su obra” y es verdad. Miguel Delibes publicó esa novela (si es que es una novela; qué más da) en 1966. En 1979 se estrenó la adaptación teatral, hecha por el propio Delibes y Josefina Molina, con alguna intervención (hubo muchos problemas con eso) de Santiago Paredes. La actriz era Lola Herrera, que tenía entonces 44 años: casi exactamente la misma edad que Delibes impuso a su personaje, “Carmen Sotillo”. En aquella ocasión, la Herrera se vistió de negro, se recogió el pelo por detrás de la cabeza y renunció al maquillaje. No necesitaba más.
La inmensa actriz ha interpretado Cinco horas con Mario seguramente muchas más veces de las que ella es capaz de recordar. Ahora vuelve a hacerlo. Pero tiene 83 años. Lleva cuatro décadas metiéndose en los zapatos de Carmen Sotillo. Esta vez sí ha sido necesario el maquillaje, porque hay que quitarle la mitad de la edad: han bastado un poco de pintura en la cara y una peluca algo despeinada que la convierten en aquella viuda despechada, temerosa y rencorosa de mediados de los 60.
Lo que hace Lola Herrera es totalmente distinto de lo que ha hecho otras veces. Carmen Sotillo es diferente. Probablemente no podía ser de otro modo
La vi en el año del estreno, cuando el personaje de Mario muerto estaba representado por un rectángulo de luz sobre el suelo. La he vuelto a ver ahora, cuando el cadáver está figurado por un discreto cajón colocado en el centro de la escena. No hay muchas diferencias más. La directora vuelve a ser Josefina Molina, que también tiene encima cuatro décadas más.
Pero sí hay una diferencia: Lola Herrera. Lo que hace es totalmente distinto. Carmen Sotillo es distinta. Quizá no podía ser de otro modo.
Miren ustedes, es lo que pasa con las obras maestras. El mejor ejemplo que conozco es el del Quijote. Cuando ese inmenso libro cae en manos de un chaval de quince años, lo más probable es que se pase la lectura riéndose de las locuras del hidalgo y de las gansadas de Sancho. A los veinte, es de esperar que suspire por el amor imposible, cuya inexistencia se niega a reconocer el propio caballero. A los treinta, quizá comenzará a notar la obstinación en mantener, contra viento y marea, una realidad soñada. A los cuarenta…
El libro crece con el lector. Quien lo lea varias veces a lo largo de su vida, casi con certeza reaccionará de manera totalmente distinta en cada una de las lecturas: quedará deslumbrado, en cada ocasión, por párrafos en los que antes ni había reparado, y eso mismo le volverá a suceder años después. Cada vez que lo lea.
Pero es el libro el que manda, es Cervantes el que deja ver a cada cual tesoros diferentes en cada trecho de la vida; tesoros que estaban todos ahí. Eso no sucede con el Mario de Delibes cuando Lola Herrera lo dice ahora de manera totalmente diferente de como lo decía hace 39 años. Ahora no es Delibes quien abre frascos que antes estaban cerrados. No es el texto el que cambia o nos trae o nos lleva por donde quiere. No es ni siquiera el espectador veterano el que toma las decisiones que sin duda tomaría si leyese el libro. Es ella. Es Lola.
Carmen Sotillo es una mujer de provincias, de derechas, de orden y todavía de buen ver. Se acaba de quedar viuda de Mario, un idealista, un progre de los 60, un incomprendido con vitola de intelectual. A Carmen le preocupa si en la esquela se puede poner el “Ilustrísimo” delante del nombre de su marido. A Mario le preocupaba la existencia.
A las feministas de hace veinte años la creación de Lola Herrera les encantaba. Ahora, lo que hace la actriz provocará denuestos en el ‘tuiter’ de sus hijas
En 1979, Lola hacía de Carmen, sobre todo, una tonta, una gazmoña, una apocada temerosa y desde luego rencorosa porque, en el diálogo, reprocha a su marido muerto (como decía mi profesor Bernardino González Pérez, no es un monólogo sino un diálogo; lo que pasa es que el otro no contesta, por más que se lo pidan) le reprocha su egoísmo, el poco caso que le ha hecho, que se preocupase tan poco de ella.
Veinte años después, Lola Herrera había cambiado, lo mismo que la sociedad española: Carmen era una mujer olvidada, despreciada, utilizada y desaprovechada. Y el otro era, efectivamente, un egocéntrico, un fatuo, un machista y, por decirlo de una vez, un poquito gilipollas.
Ahora es otra cosa. Lola Herrera vuelve al mejor papel de su vida para decir otra cosa: ahí no hay buenos, no se salva nadie. Son todos igual de mediocres: Carmen, Mario, los vecinos, las amigas, el rijoso de la tienda, los progres de provincias, las señoras bien (o medio bien) de las mismas provincias, todos. Hasta el hijo. Nadie se atreve, en fin, a tomar la decisión de liberarse de la realidad en la que está tan cómodamente atrapado, cada cual en su papel.
A las feministas de hace veinte años, la creación de Lola Herrera les encantaba. A sus hijas, a las que presumo muchísimo más feministas y radicales, lo que hace ahora la actriz les haría vomitar denuestos incontables en el tuiter de las narices. Porque la sociedad se ha radicalizado hacia los extremos, hacia el blanco y el negro, sin grises, sin matices; pero eso a Lola Herrera le da igual, porque su voz prodigiosa, su gestualidad, su mirada, hacen que el texto diga lo que ella quiere, y miren que es difícil eso con una obra de la profundidad del Mario. Y lo que quiere la actriz es decir que todos somos igual de cretinos, de fatuos, de fingidores y de cobardes. Todos. Los españolitos acojonadizos de los 60 y nosotros, los de ahora.
Vayan a ver, si pueden, a Lola Herrera al Bellas Artes. Saldrán de allí con las espaldas tundidas, sobre todo si no es la primera vez que la ven, pero tienen la oportunidad de asistir a un milagro teatral de los que se presentan muy pocas veces en la vida. Muy pocas.