Opinión

Los unos y los otros

A finales de los años ochenta, Misha, un ruso emigrado a Israel, solía decir en su impecable inglés averiado: Burocracia no es democracia. La fórmula me dejaba sin reacción, como golpeado por un extemporáneo lema comercial. <

  • Los ministros Félix Bolaños y María Jesús Montero, en la bancada vacía, durante el pleno sobre la amnistía. -

A finales de los años ochenta, Misha, un ruso emigrado a Israel, solía decir en su impecable inglés averiado: Burocracia no es democracia. La fórmula me dejaba sin reacción, como golpeado por un extemporáneo lema comercial. ¿Qué tiene que ver una cosa con otra?, preguntaba mientras guardaba silencio cada vez que mi nuevo amigo repetía la sentencia.

Sin embargo, una persistente molestia, un obstáculo epistemológico hubiese dicho Gaston Bachelard, me impedía entender el sentido de esas cuatro palabras aparentemente inconexas. Tiempo después la verdad de la máxima emergió con toda su fuerza y color. Misha había vivido durante más de treinta años amenazado por la maquinaria soviética de opresión y vigilancia. Por entonces, nadie que no fuese de la crema burocrática -murocrática- podía hacer o expresarse libremente.

Ni siquiera el movimiento más elemental estaba fuera del alcance de la mirada y el oído del comisario local. Para Misha la fórmula era más obvia que su nombre. No había necesidad de elaborar. La breve línea se bastaba a sí misma. Su simpleza la hacía contundente pero también desconcertante. Con distintos niveles de destreza y belleza, el axioma había sido desarrollado por Aleksandr Solzhenitsyn y Anna Ajmátova entre otros testigos lúcidos del abominable experimento social que Arthur Koestler hizo pasar a los indulgentes salones de la posteridad con un oxímoron memorable: Oscuridad al Mediodía.

El auxilio del tándem informativo-educativo permitió a Occidente apuntalar el imposible sistema democrático durante un siglo natural. La misión del nuevo orden fue sustituir una moribunda minoría homogénea por una vigorosa minoría heterogénea para que, finalmente, el pueblo sea dueño de su propio destino. “La gran superstición política del pasado era el derecho divino de los reyes. La gran superstición política del presente es el derecho divino de los parlamentos.”, escribió Herbert Spencer en 1884. La solidez de la narrativa oficial, ampliada y repetida hasta la repulsión por cadenas noticiosas y otras terminales ideológicas, suministró el efecto deseado. Después de todo, qué es la historia sino una colección de mentiras acordadas.

Confinamientos salvajes primero, amenaza de guerra final después y todos a las trincheras, menos ellos. Las fórmulas vacías se repiten con agotadora regularidad

Con frialdad robótica, la era digital exhibe la vieja ilusión desnuda, en la plenitud de su desconexión con quienes la impulsan remando en las galeras. Así lo manifiesta el remanente crítico de nuevas y no tan nuevas generaciones entrenadas por el mercado global antes que por el provinciano monopolio escolar, pilar estratégico del idealismo colectivista. Hasta hace unas semanas, debajo de un puente de Londres un grafiti saludaba al moderno apocalipsis con una oportuna inversión del adagio: May we get what we want and never what we deserve.

Desconcertado, desesperado -los guiones vencidos no se adaptan al nuevo escenario- el elenco estelar castiga a los figurantes, los presuntos ciudadanos. Confinamientos salvajes primero, amenaza de guerra final después y todos a las trincheras, menos ellos. Las fórmulas vacías se repiten con agotadora regularidad. Nadie las cree. La reacción a la impostura es un virtual estado de rebelión que crece imperceptible entre los pliegues del Ancien Régime. La industria de la noticia conserva su masa pero ya no tiene peso. Su credibilidad es menor que su audiencia. Si periódicos y televisiones desaparecieran súbitamente media humanidad no se daría por enterada. Los subsidios dilapidados para evitar su colapso son un balón de oxígeno conectado a un cadáver.

Los líderes tratan a las personas como si fuesen niños, dicen. Verdad a medias, en el mejor de los casos. Los internos exigen trabajo, atención médica, jubilación y otras comodidades gratuitas promovidas por un sistema educativo del pueblo, por el pueblo, y para el pueblo. Independencia y seguridades son términos incompatibles. ¿Quiénes se creen que son? La gente pregunta indignada cuando las autoridades cometen un nuevo error o exceso. La respuesta es simple y está a la vista. Nada es más elusivo que lo evidente. El líder existe porque quienes se indignan son quienes piden a gritos un padre protector, o una madre, llegado el caso.

Las redes sociales son ecuánimes, permiten que todo el mundo sea igualmente ignorante. El régimen es despiadado, mastica individuos y regurgita idiotas

Ninguna persona con el cerebro en su lugar diría en una entrevista laboral que acepta trabajar siempre y cuando no exista el riesgo de ser despedida. Sin embargo, el funcionariado, electo y selecto, disfruta de ese privilegio, viven del dinero público indefinidamente, son inmunes, impunes y nunca rinden cuentas. Por qué lo harían si sus empleadores flotan a la deriva, obnubilados día y noche por los visos tornasolados de la pantalla de un teléfono. Las redes sociales son ecuánimes, permiten que todo el mundo sea igualmente ignorante. El régimen es despiadado, mastica individuos y regurgita idiotas.

En España, el escándalo protagonizado por las elites dominantes es la continuación del conflicto entre tribus rivales por otros medios. El espectáculo es impúdico pero también es insoportable. La promiscuidad, el narcisismo y la indigencia intelectual son algunas de las caras visibles de la ausente democracia, amuleto dilecto de medios adictos y burócratas vitalicios. Su mención no remite a nada existente fuera del dominio de la palabra. Las danzas de la lluvia de los caciques tribales -triviales- alrededor de Pedro Sánchez & Cia. recuerdan la ocurrencia de Winston Churchill: Un apaciguador es quien alimenta un cocodrilo esperando ser él a quien se coma último. La cita, empero, no es pertinente. Sólo el contribuyente será devorado en éste número, cruza de burlesque y Grand Guignol, que convoca las inolvidables rutinas de Bud Abbott y Lou Costello.

Si, como señalan con impecable hipérbole melodramática voces conspicuas que presumen de pertenecer al centro imaginario, Sánchez es un catasterismo, un personaje mitológico transformado en constelación dibujada con la unión de los peores adjetivos que el diccionario de la RAE puede ofrecer, entonces la oposición debería mirarse al espejo con mayor frecuencia. Probablemente, el cristal azogado devolvería la imagen del célebre armador de humanoides, Victor Frankenstein. Y viceversa. Los unos y los otros. Ni héroes ni inocentes.

¿Popular? ¿Socialista? Las palabras, por repetidas, por gastadas, despiden olor a humedad y saben a sótano. ¿Qué milenial o zoomer en sus cabales se afiliaría hoy a un partido político?

Sólo víctimas, villanos y un sinnúmero de irresponsables haciendo selfies mientras saltan en un campo minado.

¿Popular? ¿Socialista? Las palabras, por repetidas, por gastadas, despiden olor a humedad y saben a sótano. ¿Qué milenial o zoomer en sus cabales se afiliaría hoy a un partido político? España no es la proverbial excepción que confirma la regla sino la nueva normalidad en las democracias de Occidente, la disociación expuesta entre oligarquías rectoras y quienes las mantienen picando piedras al ritmo de un tambor. A ambas márgenes del Lete, oficialismos y oposiciones lo tienen muy claro, en tanto haya móvil, wifi y TV de 65 pulgadas la fiesta y la siesta continuarán indefinidamente. Las grandes mayorías están demasiado hundidas en el sofá como para reaccionar o molestarse en intentarlo.

“Sin pretensiones de ascendencia o designación divina, un cuerpo legislativo no tiene justificación para ejercer autoridad ilimitada. Por lo tanto, venerar al parlamento como institución intocable carece de la consistencia que antaño detentaba la creencia en la autoridad incuestionable de un rey”, señala Spencer. Los antiguos despotismos sometían al individuo muy a su pesar. El exceso de población y tecnología, en cambio, conduce a una condición inerte desde la cual la persona traga cualquier cosa con tal de ser protegida de su voluntario abandono.

Occidente marcha hacia territorio totalitario a velocidad uniformemente acelerada. Misha estaba en lo cierto. Cuando la burocracia dirige, el individuo languidece hasta alcanzar su máximo grado de inutilidad. Gobiernos y partidos políticos simulan representar a la gente. Está a la vista. Sólo se representan a sí mismos.

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