Carretero, mi padre, mira las imágenes de la gente que subió el otro día hasta el Valle de los Caídos a cantar sus cosas y a festejar a un viejo que se murió horriblemente hace casi 43 años, y pone la misma cara que pondría al ver por la calle a una frágil anciana completamente borracha. No es desprecio, ni enfado, ni vergüenza siquiera. Es lástima. Es pena.
–Lo que no está claro es cuántos había –le digo– porque, según el medio que te lo cuente, eran unas decenas, o cientos, o miles.
–Eso es igual.
–Y mira qué pintas. Esa con el gorro y las bisuterías. Esa otra con el brazo en alto y con el bolso colgado del hombro. Todos pendientes de la cámara. Una pandilla de frikis.
–Es peor que eso, hijo. Es peor que eso. Esta mañana oí a una de esas señoras decir en la tele, con toda su alma, que durante el gobierno de Franco habíamos vivido todos en una democracia perfecta. La mujer andaría por tu edad; es decir, que no se estaba equivocando sino que estaba mintiendo. Sabía sin la menor duda que lo que estaba diciendo era falso. Pero le daba igual. Y cuando la verdad no tiene valor, ya nada tiene valor.
–¿Eso es de Marco Aurelio?
–No, de Milagros Pérez Oliva. Lo leí ayer. Yo tenía cuatro años cuando aquellos sinvergüenzas, financiados por Juan March y bendecidos por la Iglesia, se sublevaron. He pasado la mitad de mi vida oliendo aquel miedo, aquella opresión, aquella falta de aire para respirar a gusto, aquella mediocridad, aquella prepotencia de los que nunca dejaron de considerarse a sí mismos vencedores; y, por lo tanto, enemigos perpetuos de la otra mitad de los ciudadanos. Y ahora dice esa mujer que aquello era una democracia perfecta. Miente.
–¿Y para qué miente? ¿Para quién?
–Pues para la chavalería que está dispuesta a creerse esas cosas porque no tiene otras, porque no les han enseñado a pensar. Míralos en las fotos. Ni siquiera saben hacer bien el saludo falangista. Había que poner los cinco dedos juntos y en línea con el antebrazo, no bastaba con levantar la mano como si estuvieses pidiendo un taxi. A cintarazos aprendimos todo aquello cuando éramos críos. En aquella democracia perfecta.
La democracia es un artefacto cultural muy frágil que hemos inventado para poder vivir juntos, pero que se rompe con enorme facilidad si se la deja al alcance de quienes no creen en ella
Algún periodista, seguramente con formación literaria, llamó alguna vez “los melancólicos” a los neofranquistas que ahora hacen ruido. Mi padre sonríe. La melancolía es otra cosa; bien lo sabe él, ahora que hace un año que se fue mamá. Carretero, sin embargo, no cree posible que vuelva a haber en Europa un Hitler, un Mussolini, un Franco. Yo no estoy tan seguro. En Italia gobierna ahora mismo un chulo que parece que fue a clases particulares con el Duce. Y en Hungría. Y en Polonia. Y mejor no hablemos del tal Trump. La democracia, que es imperfecta por definición y que también por definición es aburrida, no brota en la naturaleza ni en el alma humana, como el odio, la pasión o la fe: es un artefacto cultural muy complicado y muy frágil que hemos inventado para poder vivir juntos, pero que se rompe con enorme facilidad y se pudre rápidamente si se la deja al alcance de quienes no creen en ella. Desde que la inventaron los griegos, la democracia ha sido una rareza histórica. Necesita cuidado y protección. Y jamás es irreversible.
–La democracia –dice Carretero– se basa en un acuerdo de mínimos entre todos los ciudadanos entre sí, y entre todos los ciudadanos con el pasado. Ese acuerdo, en España, no existe todavía. En Alemania, por ejemplo, a los niños se les enseña, desde que tienen edad para entenderlo, que el nazismo fue un horror y una vergüenza colectiva que no debe repetirse de ninguna manera. Por eso nunca volverá a haber allí un Hitler. Pero eso en España no se ha hecho con el caudillo ni con el movimiento, como los llama el Zori. ¿Y por qué no se ha hecho? Pues porque la derecha española no ha querido. En las escuelas, sobre todo en las católicas, no se ha explicado a los críos cómo fue, en realidad, aquella “democracia perfecta”. Y luego hay más de dos mil fosas comunes en España y en ellas se amontonan decenas de miles de muertos, hay quien dice que unos 150.000. Eso, tantos años después de la desaparición de Franco, es una barbaridad insoportable que nos mantiene atados al pasado, no lo podemos soltar. Eso quiere decir que la herida del franquismo no se ha cerrado ni se cerrará hasta que ese disparate se solucione. Y lo tiene que solucionar todo el mundo. También la derecha, de cuya convicción democrática no creo que nadie sensato tenga, a fecha de hoy, dudas. Pero a fecha de hoy, ¿eh? De ese problema nacen, al menos en parte, esos que tú llamas “melancólicos”, como si fuesen una calle de Madrid que está junto al campo de fútbol ese que van a tirar.
Yo le dejo hablar.
–Tus sobrinos, que ya van a ir a la Universidad, no tienen ni la más repajolera idea de quién fue, en realidad, Franco. No están seguros siquiera de en qué siglo vivió. Eso es muy peligroso, Luis. Porque a nadie se le ocurre ahora ir a cantar himnos ante la tumba de Fernando VII, que era tan bestia como Franco pero con calzón azul y medias de seda, o ante la del general Narváez, que decía que no tenía enemigos porque los había fusilado a todos, o ante la del dictador Primo de Rivera. Porque esas zonas negras del pasado sí están cerradas. Pero las barbaridades que se cometieron durante el franquismo siguen ahí, y seguirán mientras los muertos sigan bramando desde las cunetas, y mientras a los chicos no se les explique con claridad, sistemáticamente, generación tras generación, qué fue lo que pasó y no debe volver a pasar nunca. Sí, es verdad que los cantarines del Valle de los Caídos son, en realidad, muy pocos. Hombre, menos mal. Pero son como esos volcanes que, de vez en cuando, escupen un poquito de humo. No pasa nada, pero está claro que el volcán sigue ahí debajo. La ventaja que tenemos los seres humanos es que, si nos lo proponemos todos de una puñetera vez, podemos cegar el volcán. Para siempre. Y los huesos de Franco, los lleven a donde los lleven, acabarán donde tienen que estar: en los libros de historia, como los de Fernando VII, los de Torquemada o los de Viriato.
–Caudillo lusitano.
–Caudillo lusitano, efectivamente –se ríe mi padre, que se acuerda de lo que le hacían recitar, de chico en los Agustinos. A mí, en los jesuitas. Viriato, caudillo lusitano. Doña Carmen Polo, ejemplo de mujer española. Mater purissima, ora pro nobis. Si es que nos hemos educado a base de letanías.