Parece mentira lo poco que nos ha durado el juguete, lo rápido que lo hemos roto. Sin estrenar. Sin que haya cumplido ninguna de las expectativas que teníamos cuando lo sacamos de la caja.
Ignorábamos que el flamante multipartidismo que estrenamos en 2015, que nos iba a traer una nueva era de dinamismo y prosperidad política, con pactos, frescura, transparencia y leales servicios a España, venía de serie envenenado con acuerdos secretos, desprecios mutuos, insultos tuiteros y, sobre todo, que iba a traer consigo un extra de líneas rojas tan insalvables que a alguno le impiden incluso acudir cuando se le convoca oficialmente a La Moncloa.
Cuando desdeñábamos aquellos viejos acuerdos, llamándolos chalaneos, no sabíamos que los del multipartidismo iban a ser mucho más miserables y cutres. Que serían solo y exclusivamente para repartirse los sillones, sin ningún disimulo y sin asomo de preocupación por las necesidades de un país políticamente paralizado.
Cuando despreciábamos a los grandes por hablar entre ellos como si nada, tras haberse criticado en campaña con dureza, no imaginábamos que algún día echaríamos de menos, como ahora, que los adversarios hablasen entre ellos y llegasen a acuerdos para que la política no siguiese empantanada, como lo está, con la asombrosa esperanza de que unas nuevas elecciones den por fin como resultado (nacional o regional) una mayoría absoluta que, a día de hoy, parece ser la única opción posible para gobernar cualquier institución en España.
Cuando empezó todo esto pensábamos que con una paleta política mucho más plural veríamos cosas nuevas, y aun sorprendentes, pero no este desastre
Esas mismas mayorías absolutas, antaño bestias negras, hoy son el sueño de quienes nos amenazan con volver a ponernos ante las urnas a ver si, de una vez por todas, votamos bien y les hacemos el trabajo que prometieron y que no han sabido hacer.
Cuando empezó todo esto era de imaginar que con una paleta política mucho más variada y plural veríamos cosas nuevas, y aun sorprendentes, pero no este desastre, en el que la inquina mutua y, sobre todo, el miedo electoral al adversario más cercano, el que come de tu mismo cuenco, han paralizado por completo a los líderes de los partidos, volviéndolos a todos ellos incapaces de avanzar un solo paso que les acerque a cualquiera de los enemigos que les rodean porque temen el riesgo de componer, siquiera por un segundo, una imagen desairada “hablando con ese sinvergüenza”.
La política, el arte del gobierno de lo que es común, ha sido sustituida por el honor, pero entendido en su concepción más intransigente e infantil. Hoy mismo sabremos hasta qué punto ha sido así, cuando veamos el resultado final del pleno de la Comunidad de Madrid.
Ya se empieza a hablar de dobles vueltas electorales, de mayorías reforzadas con diputados extra, de elección de candidatos en la que no se pueda votar no, de elecciones automáticas sin mayorías absolutas. En definitiva, de encontrar soluciones reglamentarias que vengan a solucionar justamente los problemas políticos que el multipartidismo iba a reparar con su halo de modernidad y que, por el contrario, nos ha traído un panorama político tan anticuado e intransigente como el de los honorables duelos a pistola del siglo XIX.
Seguro que no somos los mejores ciudadanos del planeta y algo tendremos que ver con el tipo de políticos que elegimos y con lo que después les exigimos y criticamos, pero hemos demostrado bastante paciencia y no nos merecemos que se nos vuelva a convocar a elecciones por la incapacidad manifiesta, reiterada y hasta engreída de aquellos a quienes votamos. El bipartidismo desapareció en pocos meses, pero cuidado, que ahora todo va cada día más rápido, incluso el cabreo de los electores.