La imagen de Pablo Iglesias, Irene Montero y Alberto Garzón aplaudiendo al Rey en el estreno de la XIV Legislatura, no es precisamente un arquetipo de coherencia, pero confirma la extraordinaria capacidad de aclimatación a las circunstancias, y de adaptación al entorno, de una formación política que empezó siendo un estado de ánimo y ha devenido en pieza estable del sistema. Iglesias inició su andadura abjurando de la Constitución y ahora es uno de sus grandes propagandistas; como siga por ese camino le veremos renegar de la República para abrazarse a la Monarquía parlamentaria y pedir a Ada Colau que reintegre el retrato de Felipe VI al lugar de honor que ocupaba en el salón de plenos del Ayuntamiento de Barcelona.
La expresiva escenificación de lealtad monárquica de los ministros de Unidas Podemos y el “¡Viva la Constitución! ¡Viva el Rey!” de la presidenta del Congreso, compusieron en el solemne acto del pasado lunes una singular estampa, por inusual y también, por qué no decirlo, por inteligente. Una estampa sin duda concertada y destinada al consumo público (siempre el marketing), porque por mucho peso que haya ganado el republicanismo en el Gobierno, Pedro Sánchez e Iglesias son plenamente conscientes de la popularidad que siguen concitando la Monarquía y el monarca, y del riesgo, incluso para el “proyecto progresista”, de que acabe arraigando el oportunista y temerario proceso de apropiación que de la defensa de la Corona viene haciendo Vox frente a los que pretenden derribarla.
Nadie sabe lo que de verdad piensa el presidente con más tics monárquicos de la democracia de un Felipe VI que ha resultado ser el mejor intérprete de los valores republicanos
La 'operación rescate' del lunes salió razonablemente bien en tanto que diluyó, como se pretendía, el forofismo de los de Abascal, y porque el éxito del solemne acto interesaba a los principales actores del mismo: en primer lugar a la Corona, cuyo titular es plenamente consciente de que la buena salud de la institución está estrechamente ligada al fortalecimiento de su neutralidad. También le convenía a Sánchez; de entrada para rebajar la cada vez más incómoda y generalizada impresión de que entre el Rey y el presidente del Gobierno hay una absoluta falta de química; y de salida para compensar, a título preventivo y en la medida de lo posible (pero poco probable), el deterioro de imagen de un premier que pocos días después se iba a reunir con uno de los cabecillas (Torra) de los partidos firmantes del infumable panfleto en el que definen a la Monarquía como una institución “heredera del franquismo”.
Por cierto, que los partidos que suscribieron la octavilla, en la que se dice que “la Monarquía española es un estamento que no responde a los valores republicanos de libertad, igualdad y democracia que tanto ciudadanos y ciudadanas de nuestros pueblos como las mayorías sociales anhelan”, solo representan al 8,46 por ciento de los electores que el pasado 10 de noviembre acudieron a las urnas. La mitad de la representatividad de Vox. Que el Rey no sea para estos genios de la sintaxis “un interlocutor válido para nosotras y nosotros”, como también afirman en el libelo, no debiera constituir el menor problema, salvo por el pequeño detalle de que los números han convertido a los diputados de algunas de estas formaciones sobrerrepresentadas (ERC, Bildu y BNG) en socios preferentes del gobierno “progresista”.
Es legítima la preocupación de sectores influyentes de la sociedad civil ante la hipótesis no descartada de que Sánchez acabe aceptando un debate Monarquía-República
Complejo equilibrio el de un Sánchez que sabe que hoy por hoy el Rey es intocable y que se ha obligado a negociar con estos demócratas de pacotilla al tiempo que comparte poder con un partido que, más allá de posiciones tácticas puntuales, no va a renunciar a abrir algún día el debate sobre el modelo de Estado. Situación delicada por cuanto nadie sabe lo que de verdad piensa el presidente del Gobierno con más tics monárquicos de la democracia respecto del Rey que ha resultado ser un excelente intérprete de los valores republicanos. Los sucesivos episodios (aquí el último) en los que se ha puesto de manifiesto la clara intención de fijar con criterios restrictivos el campo de juego del monarca, son indicios de que hay algo que falla en una relación cuya concordancia es vital para defender con garantía de éxito, en el inmediato futuro, nuestro modelo de convivencia.
Ante la Corona, Pedro Sánchez ha optado en demasiadas ocasiones por situarse en una posición equidistante. Podría incluso afirmarse que es la primera vez en democracia que un presidente del Gobierno no se identifica nítidamente con la Monarquía parlamentaria. Hasta ahora, sus silencios como única respuesta frente a los ataques de quienes ven en el Rey el único obstáculo serio para alcanzar sus objetivos cismáticos, han sido mucho más expresivos que sus tenues posicionamientos en favor de la institución monárquica. Es por tanto legítima la preocupación que se detecta en sectores influyentes de la sociedad civil ante la hipótesis no descartada de que Sánchez acabe cediendo frente a los que quieren abrir el melón de un debate irresponsable que solo reclama una minoría, y que persigue el objetivo de provocar una descomunal crisis de convivencia entre españoles y por ósmosis debilitar al Estado.
Plantear en el actual contexto político una enmienda a la totalidad a la institución monárquica sería probablemente el error más grave de los cometidos en la reciente historia de España
España acaba de reafirmarse como una de las veinte democracias plenas que hay en el mundo. De estas, siete -incluido nuestro país- son monarquías europeas (solo la belga está fuera clasificada como “democracia imperfecta”; vaya). Nadie en Noruega, Suecia o Dinamarca (primera, tercera y quinta en el ranking) ha planteado en serio la posibilidad de cambiar el modelo de Estado por otro republicano para mejorar la calidad de sus respectivos sistemas democráticos. Más bien al contrario. Plantear en el actual contexto político español una enmienda a la totalidad a la institución monárquica sería mucho más que una estupidez; sería probablemente el error más grave, por dañino e irreversible, de los cometidos en la reciente Historia de España. Por eso es necesario que Pedro Sánchez aclare su posición y despeje cuanto antes cualquier duda al respecto.