La monotonía derrota a la originalidad. Como pasan los días encerrados en casa -llevamos quince y parecen quinientos- y se agotan las ideas, este domingo decidí llevar a cabo un experimento sociológico en primera persona: un día entero con el móvil apagado. Sin consultar noticias ni wasapear ni buscar otra aterradora cifra de nuevos muertos ni publicar en redes sociales ni llamar a nadie ni nada de nada. Fracasé media hora después de empezar.
Dicen los expertos que antes del confinamiento mirábamos el móvil una media de cien veces al día. No es difícil deducir que ahora esa cifra se habrá elevado ostensiblemente. Más horas en casa equivalen a más posibilidades de entretenerse, distraerse o aislarse -de ese doble aislamiento habrá que hablar en este diario- mirando a la pantalla cuando el niño duerme o se despista.
Un estudio publicado hace unos días señala que la media de tiempo dedicado al uso del teléfono ha pasado de las 2 horas y 40 minutos de antes de la reclusión a las 3 horas y 34 minutos actuales, un 38,8% más. Para comprobar estos datos mareantes, me puse manos a la obra. Contar el tiempo de uso del móvil me pareció imposible. Como el experimento primigenio había fallado estrepitosamente, rectifiqué y lo reconvertí en otra prueba más sencilla pero también más laboriosa: contar el número de mensajes de WhatsApp recibidos. Me salieron más de 400 comunicaciones en apenas 10 horas.
Unos cuantos mensajes provenían del chat de Vozpópuli, que lógicamente está más activo que nunca, demasiados llegaron a un par de grupos donde los desaprensivos -no tienen otro nombre- siguen compartiendo sus instantes de felicidad para generar envidia, unos pocos procedían de ocho o diez amigos que querían saludar o comentar algo medianamente relevante y el grueso era toda esa morralla, compuesta por noticias, bulos y vídeos, cada vez más vídeos, que satura la pantalla y la mente desde todo tipo de chats.
A esto hay que sumar que por la mañana -ahí se consumó el fracaso del experimento- visité las páginas de cinco o seis periódicos, donde leí varios artículos, que también entré en Twitter en varias ocasiones para ver cómo estaba el patio, que abrí las bandejas de entrada de mis cuentas de correo electrónico, que después de comer paseé un rato por Instagram para cotillear, y que a lo largo del día me llegaron unas cuantas notificaciones de medios de comunicación cuyos titulares consulté y, en algunos casos, incluso entré a leer.
Sobrevuela en todos nuestros cerebros esa pregunta que tantas veces nos repetimos y hasta compartimos: "¿Cómo vivíamos antes de los móviles?"
Luego están las videollamadas de familiares que quieren ver al niño. No pueden olvidarse las dos o tres veces que cedes después de que el mocoso te pida ver "fotitos" señalando al teléfono con insistencia. Y, claro, un par de búsquedas en google relacionadas con datos que aparecen en este artículo. Menos mal que no hubo cañas virtuales. Resulta tan abrumador como desasosegante contabilizar estos datos. No es normal, se mire por donde se mire, pero me temo que es bastante habitual en estos días confinados.
Esta evidente adicción al móvil, justificada sólo en parte en mi caso por el trabajo al que me dedico, siempre ha amenazado con provocar nuestra locura. O, mejor dicho, ya hace tiempo que forma parte de nuestra demencia colectiva. Sobrevuela en todos nuestros cerebros esa pregunta que tantas veces nos repetimos y hasta compartimos -¿Cómo vivíamos antes de los móviles?- pero nunca contestamos ni nos esforzamos por corregir.
Nihil novum sub sole, por tanto. Lo que cambia en el confinamiento, además de ese 38% de tiempo de uso, es que la mayoría de la información consultada en el móvil está relacionada directamente con el coronavirus. Párense un momento y hagan el mismo experimento que un servidor: cuenten los mensajes, noticias, fotos, memes y vídeos recibidos durante este domingo. Comprobarán que casi todos versaban sobre el mismo asunto. Entenderán que, para los enclaustrados, es decir para todos menos los "esenciales", los móviles se han convertido en aliados de este jodido virus.
Ahora, si tienen un estómago capaz de soportarlo todo, añadan al guiso las horas de televisión y las conversaciones también gobernadas por el monotema. Si no se indigestan quizás concluyan que, ahora que el lenguaje bélico se lleva tanto, el enemigo está a las puertas, sí, pero también se encuentra dentro de sus hogares.