Opinión

Plácido

Que a Plácido Domingo le gustaban muchísimo, pero muchísimo, las chicas guapas era cosa que se sabía. Nosotros pudimos comprobarlo fehacientemente aquella inolvidable noche de marzo de 1980. Éramos un

  • Plácido Domingo

Que a Plácido Domingo le gustaban muchísimo, pero muchísimo, las chicas guapas era cosa que se sabía. Nosotros pudimos comprobarlo fehacientemente aquella inolvidable noche de marzo de 1980. Éramos un coro (un buenísimo coro, uno de los mejores de entonces) y estábamos en Nueva York. Íbamos a grabar un disco en la catedral de San Patricio con la Joven Orquesta Sinfónica de Cleveland, pero a alguien se le fue el santo al cielo y en el último minuto faltaban dos mil dólares para el caché de alguien, prefiero no recordar de quién.

Plácido estaba en la ciudad a punto de estrenar la Manon Lescaut de Puccini en el Metropolitan Opera House. Alguien le dijo lo que nos pasaba a los asturianines del coro y el cantante hizo dos cosas. La primera, poner de su bolsillo los dos mil putos dólares, con lo cual el tal Bragado se quedó sin excusas, el disco se grabó y ahí está. Y la segunda fue conseguir setenta y dos entradas de gallinero para que fuésemos a verle en la première de la Manon, algo que está absolutamente por encima de las capacidades humanas (y más en el MET) a no ser que uno sea Plácido Domingo, o sea Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

La representación fue un éxito de dimensiones casi futbolísticas y, como es lógico, todos bajamos al camerino a felicitar al maestro y a darle las gracias por todo. Nos recibió contentísimo, vestido apenas con un batín de seda o raso. Nos abrazó a todos. Se hizo fotos con todos. Firmó autógrafos a todos. Y les tocó minuciosamente el culo, y lo que pudo, a todas y casa una de las contraltos y sopranos del coro, que eran como treinta y tantas y que ponían unas caras rarísimas, porque todos veíamos que Plácido estaba exultante y entusiasmado, pero el magreo no se lo esperaban.

¿Dijo alguien algo de aquello? ¿Se indignó en público alguna de las chicas del coro? No. Nadie dijo nada, si acaso hubo algunas risas

¿Dijo alguien algo de aquello? ¿Se indignó en público alguna de las chicas del coro? No. Nadie dijo nada, si acaso hubo algunas risas. Y ellas no se enfadaron, me imagino, porque estábamos en 1980 y las cosas, entonces, funcionaban de otra manera. Los baremos del respeto entre las personas eran diferentes. No digo que fuesen mejores o peores: digo que eran diferentes a los de hoy.

En 2005 estábamos un gran amigo y yo en el Teatro Real, en una de las plateas de abajo, asistiendo a la final del concurso Operalia, una de las grandes ideas de Domingo para descubrir y promocionar nuevos valores de la ópera el todo el mundo… e impedir que el género se muera bajo la actual tiranía de los escenógrafos y directores de escena, a los que casi ningún teatro discute ni rechista aunque tengan el mismo talento que una lombriz intestinal.

Plácido era el factótum de todo el asunto y estaba en todas partes: presentaba el acto, dirigía la orquesta, felicitaba a los cantantes… y a veces, con tanto trajín, en el escenario no había nadie: pasaban uno, dos, cuatro, cinco minutos y no ocurría nada.  El público se impacientaba. En nuestra platea, justo detrás de nosotros, sonaba una de las voces más venenosas que he oído en toda mi vida, una señora ya mayor a la que bien podríamos llamar Teresa Venganza (nombre supuesto). Murmuraba: “Le habrá pillado Marta con las manos en las bragas de alguna y le estará sacudiendo como se merece, por eso no sale… Estará la pobre chica terminando de apañarse el sostén, que este es muy destrozón… Claro, tarda porque primero las pasa por el camerino, a probarlas…”. Así toda la santa gala. Menos mal que aquella mujer no se mordió la lengua porque habría acabado en Urgencias, envenenada.

Quiero decir con esto que la “mano larga” de Plácido Domingo con las señoras no ha sido jamás un secreto, como tampoco lo han sido los “peajes” que cobraba Von Karajan a las chicas de la orquesta que le gustaban o las persecuciones a los músicos guapos que montaban Leonard Bernstein y Jimmy Levine, fuesen esos músicos gays o no, que eso era lo de menos. ¿Estaba bien esa actitud, la de acosar sexualmente a personas cuya carrera artística podía depender del acosador? De ninguna manera. ¿Se quejaban las víctimas, corrían a los periódicos o a las redes sociales? Pues tampoco, porque no había redes sociales: como dice el propio Plácido, los tiempos eran otros y los baremos de respeto entre las personas, también.

En cualquier caso, este asunto de Plácido huele mal. El artista lleva sufriendo desde hace décadas la persecución de un grupo verdaderamente tenebroso, una secta que se hace llamar “iglesia de la Cienciología”

Todo grupo humano, idea de progreso o cambio significativo en la sociedad genera dentro de sí un grupo extremista y fanático que acaba perjudicando a la propia causa. En ningún caso cabe la justificación de los “manos largas” o acosadores. Pero no todo el mundo es Roger Ailes (vean ustedes la serie La voz más alta, protagonizada por Russel Crowe), un malnacido cuyas ideas no se diferenciaban esencialmente de las de Goebbels, que logró la presidencia para otro acosador (Donald Trump) y que se pasaba por la bragueta, una tras otra, a todas las periodistas atractivas que contrataba en su cadena, Fox News.

Son muchas las cantantes de ópera, algunas verdaderamente bellas, que han salido en defensa de Plácido y que han dicho que una cosa es el requiebro, o la galantería si ustedes quieren, y otra muy distinta el acoso animalesco. El requiebro y la galantería están ahora mismo en retroceso (salvo que lo use una chica con un chico) porque jamás faltará quien los interprete como lo otro, como acoso animalesco, y si no lo creen asómense ustedes un rato a twitter. Lo que yo puedo decir de Plácido Domingo (lo que conozco de él, de primera mano) es que es una persona extraordinariamente generosa, noble, respetuosa y esforzada a quien siempre le gustaron muchísimo las chicas guapas. No es un santo ni un anacoreta, eso no.

En cualquier caso, este asunto de Plácido huele mal. El artista lleva sufriendo desde hace décadas la persecución de un grupo verdaderamente tenebroso, una secta que se hace llamar “iglesia de la Cienciología”. Captaron a dos de sus hijos. A uno de ellos lograron sacarle de allí, después de que el cantante tuviese que pagar verdaderas fortunas, bajo chantaje, solo por verle. El otro, José, el mayor, continúa en la secta. Esa gente le tiene muchas ganas, y desde hace mucho tiempo: Plácido es uno de los mayores luchadores que hay en el mundo contra esa plaga que busca, ante todo, el dinero de los demás, la captación de famosos y romper la unidad de las familias, como todas las sectas. La forma en que se ha producido la denuncia por acoso contra el ya casi octogenario cantante (nueve personas a la vez, de las cuales solo conocemos un nombre) hace pensar que esto estaba perfectamente organizado, algo muy poco frecuente. Y hay que decir que bastante sospechoso.

No es fácil crear armas eficaces contra la opresión y la injusticia. Nunca lo ha sido. Pero lo que sí es sencillísimo es convertir esas armas en instrumentos de opresión y de injusticia. La historia está llena de ejemplos. Este de ahora es solo uno más.

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