Sin fundamentos sólidos ni edificios intelectuales que poder alzar sobra tan fangosa base, los políticos separatistas se han instalado en el peor de los escenarios imaginables: el vacío.
Fingían ante los suyos ser como esos equilibristas audaces que atraviesan sin pestañear las cataratas del Niágara, o como los trapecistas circenses que practican el triple mortal con los ojos vendados y la sonrisa colgada de los labios. Qué tremenda falsedad. Nunca pretendieron tal cosa, puesto que contaban, secretamente, con que las redes de la inercia del estado, los colchones de la oligarquía catalana y la estulticia de su legión de adoctrinados amortiguarían su más que segura caída. Ninguno esperaba tener que pagar el precio del delito, porque estos jamás han pagado nada con su propio dinero. Además, y hete aquí su máximo pecado de soberbia, se creyeron los más astutos, los más listos ante esos españolazos que eran hombres a medio hacer, bestias con el ADN tarado, inútiles gañanes solo aptos para trabajar de braceros y hacer chistes racistas a su costa. Al final, los jóvenes cachorros separatistas solo resultaron ser unos torpes, unos cobardes que se arrugaron ante las fauces de la ley a la primera de cambio, unos traidores a quienes esperaban de ellos arrojo y piruetas.
Los dirigentes separatistas viven, pues, sometidos a escenificar acciones que caen por su propio peso en ese abismo que nunca tuvieron intención de atravesar, burguesitos comodones, hechos a la vida fácil y a criticar a España desde sus chalés de la Cerdaña o Cadaqués. Su falsa revolución no era otra cosa más que la pataleta de los ricos, que se quieren zafar de esos pobres que solo necesitan como mano de obra barata. Y quien tan solo se preocupa de su peculio, de su ombligo, teme al abismo, al vacío, a caerse de su poltrona acolchada y muelle.
Torra y Puigdemont, reunidos en Suiza con Marta Rovira, Anna Gabriel y Elsa Artadi este fin de semana pasado, son la imagen viva de esos heroicos defensores de la independencia. La diferencia que existe, a día de hoy, es que unos ya han dado pruebas de su nulo valor y altura moral, mientras que los otros todavía no han tenido ocasión de hacerlo. Pero lo harían, que no lo dude nadie. Porque no hay coraje para afrontar la derrota, grandeza en su discurso ni futuro que no contenga el tinte siniestro y terrible de la dictadura.
Imaginen lo que habría sucedido con un gobierno firme en la defensa de la constitución o un 155 llevado a cabo desde el rigor y la defensa de la igualdad entre todos los españoles
La tremenda diferencia que existe entre aquel Kropotkin que, a pesar de ser príncipe, fue capaz de sentar no pocas bases del anarquismo, es que los citados en este artículo nunca han vivido de nada que no fuese la mano pujolista que les dispensaba abundantemente medios, posición y prestigio. Fuera del invernadero nacional separatista no son más que unos perdedores de bajísimo perfil. Precisan, pues, desesperadamente que ese vacío les quede tan lejos como puedan y que la martingala de la que se han alimentado hasta ahora se proyecte en el tiempo.
He dicho que esa reunión de nulidades representaba exactamente lo que son los dirigentes procesistas, pero existe otra que me ha llamado mucho la atención. Es también del viernes, simultánea a la otra. El Conseller de Territorio y Sostenibilidad, Damià Calvet, creyó hacer una gracieta arrojándose desde la presa del embalse de la Llossa del Cavall. Ciento veintidós metros de altura. Calvet practicó el puénting, porque de eso se trataba, vestido de traje, despojándose tan solo de la chaqueta y la corbata que llevaba en su visita oficial a aquellas tierras. Las imágenes del dirigente del Govern precipitándose desde lo alto, sabiendo que existe una cuerda que le evitará el choque fatal, he ahí lo que es el separatismo. Por eso han hecho todo lo que han hecho, conocedores de que, al final, no asumen riesgos. Aún y así, han tenido miedo. Imaginen lo que habría sucedido con un gobierno firme en la defensa de la constitución o un 155 llevado a cabo desde el rigor y la defensa de la igualdad entre todos los españoles.
La cuestión radica en saber quién hace de cuerda, aunque no me parece que ni ustedes ni yo tengamos que elucubrar mucho acerca del origen de la misma.