El fichaje de Soraya Sáenz de Santamaría por el despacho Cuatrecasas ha vuelto a abrir la polémica sobre lo que pueden hacer los políticos y lo que no cuando dejan de serlo. Una polémica teñida de la presunción de inmoralidad con la que cargan ante la opinión general.
No falla, los comentarios sobre hoy la exvicepresidenta, pero otro día de cualquier político que encuentre un buen empleo en el sector privado, siempre comienzan con una manifestación del máximo respeto por su decisión, un reconocimiento de su innegable valor profesional y una negativa expresa y rotunda de que se esté iniciando cualquier persecución para… inmediatamente iniciar la persecución en sí, presuponiendo sin necesidad de pruebas las peores intenciones, los más oscuros manejos y los más indignantes apaños.
En este caso ha habido incluso reproches porque Saenz de Santamaría tendrá en su memoria la información que, como vicepresidenta, le proporcionaba el CNI, criticando así que mantenga la salud sin Alzheimer y presuponiendo, además, que el Centro vigila lo que le da la gana y que el control parlamentario al que está sometido no sirve para nada. Si así se piensa, lo correcto no es protestar por la información obtenida sino, sencillamente, exigir la disolución inmediata de los servicios de inteligencia.
Siempre que un político regresa a la actividad privada se repite la historia, presuponiendo sin pruebas las peores intenciones y los más indignantes apaños
Lo mismo que habría que eliminar la Oficina de Conflicto de Intereses, que existe en cumplimiento de la Ley de Altos Cargos y ante la que consultan sus posibles salidas laborales, pero cuyas resoluciones -faltaría más- nadie parece estar dispuesto a dar por buenas y sí todo el mundo a criticarlas. Si no estamos dispuestos a aceptar su control ¿Para qué queremos -entonces- tal oficina?
Cierto es que el deterioro del prestigio de la actividad política es en buena parte culpa de que nuestros partidos, que no quisieron, no se atrevieron o no supieron cortar por lo sano los casos de corrupción en su seno, y ahora en el pecado llevan la penitencia. Pero no es menos cierto que tales faltas han caído como semilla madura en el terreno abonado de la desconfianza de una sociedad siempre bien dispuesta a creer todo lo malo que se dijera del vecino y si éste tiene poder e influencia, como pasa con los políticos, pues más aún.
No sabría decir qué fue primero, si la gallina ladrona o el huevo envenenado de la desconfianza, pero lo que es seguro es que los políticos que tenemos, a los que queremos tan poco, no vienen de la luna sino que salen de la misma sociedad que formamos todos, donde hay muchísimos que cumplen siempre y muchos otros que se saltan los semáforos y los límites de velocidad en cuanto no hay radar que les pueda ver. Tampoco es ningún secreto que estos últimos suelen ser los más ruidosos y feroces en la crítica.
El despelleje público se ha convertido ya en parte del empleo del político y hay quien lo justifica con expresiones tan cínicas y tan nuestras como “ya sabía dónde se metía”, pero lo peor no es la indecencia moral de tal afirmación sino el mensaje que se traslada a las personas que realmente saben de verdad de algo, un mensaje muy disuasorio que lo único que hace es espantar a cualquiera que tenga una capacidad profesional valiosa y reconocida.
El despelleje público se ha convertido ya en parte del empleo del político y hay quien lo justifica con expresiones tan cínicas como ‘ya sabía dónde se metía’
“Si caes en la tentación de aceptar un cargo político no te pagaremos tanto como dicen en Internet sino probablemente menos de lo que cobras ahora, cualquiera podrá ponerte a parir y has de saber que cuando termines tu tarea, no solo no podrás seguir creciendo profesionalmente en la que era tu especialidad (esa por la que te llamamos) sino que estaremos ahí para denigrarte y suponerte las mayores ruindades”. Ese es el mensaje que estamos transmitiendo y, claro, lo normal es que cualquiera que no sea rico de familia, funcionario con plaza asegurada o viejo militante de su partido salga corriendo al oírlo.
Si realmente queremos profesionales EN la política y no profesionales DE la política, si queremos aumentar la calidad de las decisiones y la credibilidad de los responsables públicos mejor sería que las puertas giratorias empiecen a girar de verdad, y mucho, para que haya renovación, para que entre aire fresco y se vaya el viciado, para que la política vuelva a atraer a los mejores, el talento se aproveche, nadie tenga que aferrarse al cargo y al sueldo y se pueda pasar de la empresa, de la calle y de la vida académica a la política y regresar después sin pagarlo con la vida profesional o el deshonor personal. Pero para eso -claro- tendremos que presuponer la honradez y no la indecencia y, por supuesto, confiar en la regulación y el control que existen, o tal vez cambiarlos, pero en ningún caso darlos por inútiles. La constante y rabiosa indignación no atraerá a los mejores, sino que nos condenará a quedarnos con los que decimos no querer.