Opinión

Quim Torra y el absoluto desprestigio de la política

Si Cánovas del Castillo sugirió que en la Constitución de 1876 se pusiera que “son españoles los que no pueden ser otra cosa”, podríamos convenir, a día de hoy, que a la política se dedican aquellos que no pueden hacer otra cosa

  • Quim Torra.

Ya es president. Un tal Torra, un absoluto y total desconocido. Un tipo sin carisma, trayectoria apreciable ni formación intelectual medianamente relevante. Uno cualquiera que accedió en su día a ir en el undécimo lugar de la lista encabezada por su Pigmalión, Carles Puigdemont. Si Puchi era el títere de Artur Mas, Torra es la marioneta del fugado berlinés y amenaza con una gestión de catástrofe. Más allá de la inquietud que genera el personaje, cabe preguntarse: ¿cómo hemos llegado hasta aquí?; hasta esta pléyade de políticos imprevisibles capaces de cualquier cosa que conduzca a la provocación y el abismo.

La respuesta más obvia es degenerando, como dijo Juan Belmonte. Un síntoma  más del desprestigio de la clase política. Si Antonio Cánovas del Castillo, haciendo gala de gracejo malagueño, llegó a sugerir que en la Constitución de 1876 se pusiera que “son españoles los que no pueden ser otra cosa”, podríamos convenir que, a día de hoy, se dedican a la política aquellos que no pueden hacer otra cosa. Así es, lamentablemente para todos.

Degenerando hemos llegado a la devaluación de la política y de los políticos. Los ‘apparátchik’ han sustituido a los profesionales con prestigio social"

La actividad pública es algo noble por principio. En un país normal resultaría lógico pedirle a una personalidad destacada en el ámbito social, académico o empresarial, que dedicara unos pocos años de su digna y reconocida vida profesional a gestionar los asuntos de todos los ciudadanos. Cabría solicitarle que pusiera su experiencia y su conocimiento al servicio de la colectividad. Claro está que no percibiría la misma retribución, pero, a cambio, podría ostentar el reconocimiento de su contribución generosa a mejorar la sociedad. Esto, ya digo, en una nación normal en la que el respeto y no la envidia, fuera moneda de curso legal en la actividad política.

Ocurre, empero, que aquí las cosas son notablemente diferentes. Salvo en aquellos tiempos, ahora tan injustamente denostados de la Transición, en los que accedieron a ministerios y altos cargos personas que venían cotizadas de casa y gozaban de un prestigio profesional y académico evidente, la política comenzó a perder atractivo a ojos vista para este colectivo, y fue ocupada, en una significativa parte de su territorio, por personas que se situaban de forma creciente en un estrato menos cualificado. Degenerando, degenerando, hasta llegar a los inevitables apparátchik  que, sin oficio ni beneficio, han hecho de la militancia partidista su medio de subsistencia. Es lo que hay, y lo peor es que no puede haber otra cosa, habida cuenta de las condiciones que se les ofrece a los aspirantes a ocupar los despachos del poder.

Para empezar, los sueldos son manifiestamente exiguos comparados con las retribuciones de mercado. En privado todos los políticos reconocen este extremo, pero ninguno de ellos se atreverá nunca a decirlo en voz alta, y mucho menos a plantear una solución. Demagogia obliga. Si este obstáculo podría ser salvado por alguien con patrimonio suficiente como para dejar una lucrativa actividad profesional y embarcarse en la gestión de los asuntos colectivos, habría que advertirle de inmediato de que su inmaculada trayectoria profesional, y el respeto que se ha granjeado, puede quedar arrumbada por un bombardeo inmisericorde desde varios sectores. Basta que sea nombrado para que empiece el fuego graneado y quien antes fue un notable ciudadano hoy se convierta en foco preventivo de toda sospecha. Los reconocimientos y los halagos de antaño se convertirán en críticas feroces, llegando hasta lo personal, y para comprobarlo el susodicho sólo tendrá que vivir un par de sesiones en el Congreso de los Diputados.

Los políticos de la Transición venían cotizados de casa y con un bagaje profesional que ahora brilla por su ausencia"

Habría que instruirle, asimismo, sobre la curiosa circunstancia de que su patrimonio personal y el de sus allegados más cercanos tendrá que estar sometido al escrutinio público y, en consecuencia, deberá abrir en canal sus propiedades y cuentas corrientes para que ese deporte nacional que es la envidia haga su trabajo adecuadamente y, obviamente, en su contra.

Por último, y por si no está animado del todo a dar el paso, no estaría mal que un alma caritativa le diga que cuando acabe su actividad pública será incompatible con todo por espacio de dos años. Para que no pueda hablarse de “puertas giratorias”, el alto cargo tendrá que dedicarse a la vida contemplativa, con escasas excepciones, cuando regrese de su actividad política.

Lo normal, ante este panorama, en absoluto apocalíptico, sino real, es que el profesional prestigioso decline la posibilidad de dedicarse a la política o que su sensatez proverbial haga que ni siquiera llegue a planteárselo en toda su existencia. Ahítos de talento, experiencia, formación, criterio y trayectoria, será necesario entonces dar paso al “aparato” a quienes se han forjado en la militancia brava de manifestaciones y banderolas, gente fiel a las ideas y a los jefes, sin ideas propias ni posibilidad de tenerlas. Políticos pastueños, inanes, romos y de insoportable levedad, acordes con las circunstancias y los tiempos que vivimos. Un tal Torra, por poner un ejemplo palmario. Hagan ustedes el ejercicio siguiente: anoten en una hoja los nombres de todos los protagonistas de los partidos políticos de la Transición, sin descartar ideologías. Escriban los nombres de Adolfo Suárez, Felipe González, Manuel Fraga, Miguel Roca i Junyet, Santiago Carrillo o Josep Tarradellas. Pongan después debajo los nombres actuales. Comparen y saquen sus conclusiones.

Si ‘Puchi’ era el títere de Artur Mas, Torra es la marioneta del fugado berlinés, y amenaza con una gestión de catástrofe"

Estamos donde estamos por demérito de una sociedad que en lugar de primar la excelencia se conforma con políticos sin trayectoria profesional destacable, sin cotizaciones sociales efectuadas desde otra actividad anterior y sin prestigio que aportar a los cargos que ocupan. Degenerando, degenerando, hemos llegado hasta aquí. Por eso no puede sorprender que un iluminado como Quim Torra, se haya convertido nada menos que en Molt Honorable President de la Generalitat de Catalunya. Él jamás pudo aspirar a más que a ser el palanganero de Puigdemont. Lo malo es que ese oficio, al que con tanto ahínco va a dedicarse junto a un selecto grupo de paniaguados, lo pagaremos, política y económicamente, entre todos. ¡Que no nos pase nada!

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