Opinión

Quim Torra, español del año

Torra es un regalo, porque al abrazar la violencia degrada el cargo de presidente de la Generalitat, ensucia el ‘procés’ y sepulta el escaso respaldo que el movimiento independentista ha cosechado en el extranjero

Quim Torra es un islote en el pantanal del independentismo, un verso sin posibilidad de rima al que ya no controlan ni los suyos. Ni los de aquí y, de seguir así, ni el menguante fugadito de Waterloo. Esas salidas de pata de banco, estrafalarias, extemporáneas; esos findes en modo peregrinación en los que la alegre muchachada rural le carga las pilas patrióticas para el resto de la semana. Lo intuíamos, pero ahora, tras la detención de los cedeerres pirotécnicos, lo sabemos. Es la CUP (4,46% de los votos) la que controla a Torra, el Otegui catalán, el Txelis de Blanes, el encargado de encharcar el campo de juego y batasunizar la política de la pre-república como paso previo a la insurrección. Suena mal, incluso peor que mal, pero las apariencias engañan. Torra va de machito, pero es un regalo. Promete el infierno y, ya se sabe, al averno te siguen los que ya están dentro. Unos 180.000 el primer aniversario del 1-O; 18.000 este año. Un fracaso, lo vistan como lo vistan. Torra es un regalo, pero la duda es si hay alguien ahí fuera capaz de aprovecharlo.

Relevo en los Mossos

Torra es un peligro para las mentes más pragmáticas del independentismo, que las hay; alguien imprevisible que con tal de hacerse un hueco en los libros de texto puede provocar un estropicio de tal magnitud que hasta los propios soberanistas acaben pidiendo la hora en privado, lo que viene a ser la aplicación urgente de la Ley de Seguridad Nacional o del 155. La última pista del pánico que el president provoca nos la da el nuevo director general de los Mossos d’Esquadra, Pere Ferrer, un independentista más “mesurado” de lo previsto cuyo nombramiento no ha entusiasmado al president. Quizá porque hasta la fecha no se le ha detectado ningún trastorno incapacitante, siquiera transitorio. Fue jefe de gabinete de Jordi Jané, un tipo sensato que llegó a consejero de Interior en momentos delicados y un buen ejemplo de esa especie en vías de extinción que nutría lo que conocíamos como “seny catalán”.

¿Cómo dejar la policía en manos de un sujeto que tiene a media familia metida en los cedeerres? Esa fue la pregunta que muchos se hicieron tras la dimisión de Andreu Martínez. Que de seguro se hizo Oriol Junqueras en Lledoners. El líder de Esquerra está pensando en cómo gestionar la post-sentencia, en términos tanto políticos como personales. Y sobre todo, en quiénes serán los encargados de hacerlo. ¿Torra y sus muchachos? Chungo. Mejor Pere Aragonès, su number two, muy cuidadoso con las formas, y si nada se tuerce el llamado a desalojar a Torra del palacete de la Plaza de San Jaume. Las expectativas electorales de ERC son magníficas; más todavía desde que exhibe sin pudor la cara amable. De ahí que el del rabo entre las piernas y su compadre, paradójicamente, no quieran ni oír hablar de urnas. Lo único que les interesa es elevar el grado de tensión, impedir que en Cataluña se asiente una cierta sensación de apaciguamiento, evitar que cale aún más la evidencia de que los catalanes han sido víctimas de un engaño imperdonable.

La mala noticia es la ausencia del tratamiento de microcirugía política, que consensuado a medio y largo plazo, reclama hace tiempo la mayoría de los ciudadanos de Cataluña

Torra es una bendición porque, abrazando eso que algún teórico de mente aún más retorcida llama la “violencia pacífica”, degrada el muy honorable cargo de presidente de la Generalitat, ensucia el procés, concede a su directo competidor una ventaja electoralmente muy valiosa y sepulta el escaso respaldo que el movimiento independentista haya podido cosechar en el extranjero. Y encima, debe dar las gracias al Estado opresor, porque ¿qué habría sucedido si en lugar de actuar preventivamente para evitar males mayores la pérfida Guardia Civil hubiera dejado actuar a los trastornados de la Goma-2?

Torra y Puigdemont son la mejor arma de los constitucionalistas, porque nadie en el mundo civilizado quiere cruzarse con quienes justifican el segregacionismo y no reniegan del uso de la violencia, sea cual sea su intensidad. Habría que concederles, ex aequo, el título de “Español del año”, aquel invento de Anson que en 1984 recayó, “por su actitud de servicio a España” (sic), en Jordi Pujol. Torra y Puigdemont están casi tan amortizados como Pujol, y Junqueras lo sabe. El líder de ERC es plenamente consciente de que sin aliados internacionales de peso la independencia es una entelequia. Moverá ficha cuando toque, pero nunca antes de que se hayan digerido los efectos de la sentencia, la pantomima de la desobediencia civil y los resultados de las generales.

Junqueras lo sabe, y se dispone a rentabilizar desde su condición de preso-mártir la ineptitud del independentismo más radical. Pero, ¿y los demás? ¿Están Sánchez, Casado, Rivera e Iglesias dispuestos a aparcar en este asunto sus diferencias? ¿Entenderán por una vez que no pueden seguir utilizando la crisis catalana con fines exclusivamente electorales? ¿Alcanzarán algún día la madurez necesaria para comprender que su desunión es el principal sustento del independentismo? Demasiadas preguntas sin respuesta clara. Esa es la mala noticia: la falta de coraje para abandonar la táctica y hacerle un hueco a la generosidad; la ceguera de quienes piensan que este es un problema coyuntural y siguen sin tomarse en serio la verdadera amenaza, que no es ni Puigdemont, ni Torra y ni siquiera Junqueras, sino la ausencia del tratamiento de microcirugía política que, consensuado a medio y largo plazo, sigue reclamando infructuosamente la mayoría de la sociedad catalana.

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