Debes elegir azul o rojo. Dependiendo de tu elección las consecuencias serán unas u otras.
Si más de la mitad de los votantes elige azul, no le pasa nada a nadie. Pero si más de la mitad de los votos son para el rojo, entonces los votantes que han elegido rojo saldrán indemnes mientras que los que han elegido azul morirán.
La primera vez que vi este experimento mental en Twitter fue hace más o menos un año. Me pareció que la opción lógica -la única opción lógica- era votar rojo. Si todos entendían el juego, todos deberían votar rojo. Todos se salvarían y nadie se pondría en riesgo. Para mi sorpresa, no sólo había gente que elegía azul, sino que no entendía que la mayoría hubiera elegido la otra opción. Esa incomprensión se verbalizaba muchas veces de manera contundente: los que habéis votado rojo sois unos psicópatas a los que no os importa nadie más. También se verbalizaba de otra manera algo menos extrema: los rojos son profundamente egoístas.
La opción correcta, la más humana
Le di vueltas durante un tiempo, pero me seguía pareciendo extraño que alguien eligiera azul. Hace unos días, el experimento volvió a pasearse por la misma red social. Vi los resultados cuando la encuesta ya había finalizado y me llevé una sorpresa relativamente grande: más de 2.000 votos, más del 75% de los votos para la opción azul. Vi también a algunos usuarios inteligentes alegrándose por el resultado. Ha ganado la opción correcta, la más humana, y además nadie muere. El mensaje era que la gente que ha votado azul es gente no sólo racional, sino también buena. Tal vez buena por encima de racional, o tal vez buena precisamente por racional.
Le di vueltas de nuevo, y me pareció interesante una de las razones para no votar rojo: aunque sea la opción lógica, aunque todo el mundo debería elegir rojo, es posible que alguien vote azul. Bien porque no ha entendido el experimento, bien porque se ha equivocado al votar, bien porque no lo ha pensado suficientemente, tal vez por -llevándolo a la analogía social- sus circunstancias personales… el caso es que va a haber gente que vote azul. Y si esa gente no llega a la mitad, todos ellos mueren. Es evidente que quien elige el rojo no es necesariamente psicópata -ni siquiera egoísta- y que quien elige azul no es necesariamente idiota ni lo hace por quedar bien (por virtue signalling, diríamos). Detrás de cada opción hay razonamientos inteligentes. Detrás de la opción azul hay algo más.
Lo más interesante de este experimento es comprobar que hay azules que votan azul entendiendo las implicaciones de su elección, y también observar cómo esas explicaciones hacen dudar a algunos de los rojos
La semana pasada probé a hacer el experimento en Tutoría. De vez en cuando me permito estas licencias porque la de profesor de Secundaria puede ser la mejor profesión del mundo. Te permite llevar juegos aparentemente triviales al aula y desvelarlos como lo que son: mecanismos que activan, movilizan y expresan facultades y características humanas tan elevadas como el razonamiento lógico, la escucha atenta y los principios éticos a los que los alumnos aún no han puesto nombre. No les han puesto nombre, pero están ahí. Y sesiones como éstas permiten que la explicación posterior, cuando llegue, cobre sentido.
Los resultados fueron aún más interesantes de lo que anticipaba. 24 alumnos, nueve votos azules. Alguna respuesta incoherente -no había entendido el juego, le gustaba más el color rojo/azul-, pero también muchos razonamientos elaborados. Lo más interesante de este experimento es comprobar que hay azules que votan azul entendiendo las implicaciones de su elección, y también observar cómo esas explicaciones hacen dudar a algunos de los rojos. Es posible cambiar algunas decisiones que tomamos, incluso en cuestiones con tantas implicaciones como ésta, por una especie de contagio ético. Tal vez la virtud no se pueda enseñar, pero ejercerla en público ennoblece a los demás.
Al día siguiente consideré oportuno llevar el experimento un paso más allá. En esa ocasión había 27 alumnos, repetimos la votación y los resultados fueron aún peores para los azules. Quedaron reducidos a cinco. En realidad no fueron peores, claro. El día anterior habían “muerto” nueve alumnos, y en la segunda votación sólo murieron cinco. Se salvaron cuatro más, podríamos decir. Pero aun así, la sensación era mala. No lo vi como “se han salvado cuatro más”, sino “cuatro más han decidido no arriesgarse”. Los otros cinco habían quedado más abandonados. Más solos. Más muertos.
¿Cuántos se levantarían con ellos para alcanzar la cifra necesaria para que no murieran? ¿Quién daría el primer paso? Es decir: ¿cuántos de nosotros seríamos capaces de descender al hoyo por un amigo, como Leo, sin que importe por qué está ahí?
Probé a hacer algo distinto. Esta vez vais a votar todos rojo, les dije. Porque os lo pido yo. Si todos me hacéis caso, nadie muere. Todos votaron rojo. Todos se salvaron. Lo distinto, lo que me producía curiosidad, vino después. Sabía que era muy probable que todos votaran rojo si se consensuaba la decisión. Pero a continuación les pedí que todos votasen azul. Si todos accedían -en realidad, si más de la mitad de los alumnos accedían- no pasaría nada. Pero si no salía bien, muchos de ellos morirían. Hicimos la votación. Sólo cinco alumnos mantuvieron su voto rojo. Todos se salvaron.
Se quedó en el tintero una última pregunta. Sólo llegué a plantearla. Si se pudiera cambiar el voto durante unos segundos después de anunciar la decisión, ¿qué pasaría si vieran que tres alumnos han elegido azul? ¿Cuántos se levantarían con ellos para alcanzar la cifra necesaria para que no murieran? ¿Quién daría el primer paso? Es decir: ¿cuántos de nosotros seríamos capaces de descender al hoyo por un amigo, como Leo, sin que importe por qué está ahí?
Es un experimento, decimos. No sabemos lo que haríamos si las consecuencias fueran reales. Pero el caso es que sí lo sabemos. Hay gente buena. Y lo mejor es que la gente buena no sólo salva, sino que contagia. O sea: salva dos veces.