Junio de 1996. Hace un mes que José María Aznar ha jurado como presidente del Gobierno. La renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) está pendiente desde el 8 de noviembre de 1995, fecha en la que ha expirado su mandato. Son ya más de siete meses de bloqueo, de anomalía constitucional. Pascual Sala, magistrado progresista, preside el CGPJ y el Supremo. Semanas antes le ha comunicado al Gobierno en funciones, esto es a Felipe González, que tras la victoria del PP es inevitable un cambio de mayoría en el Cegepejota; que de la mayoría progresista se pase a una conservadora. No le gusta, pero sabe que es ley de vida y responde a la lógica de las cosas. Lo que no ve es la forma de forzar un acuerdo entre los dos grandes partidos y poner fin a una interinidad bochornosa por excesiva. Siete meses.
Aquel presidente del CGPJ tenía muy claro el orden de los valores. Era plenamente consciente de que por encima de los intereses políticos están las instituciones; y su crédito. Por eso, cuando seis de sus vocales le presentan la dimisión -cada cual por sus particulares razones-, Pascual Sala no lo duda. En el pleno del 26 de marzo acepta en bloque su renuncia y el Consejo queda así inhabilitado para tomar decisiones al no alcanzar el número de sus miembros el cuórum exigido por la ley. Sala podía haber rechazado la dimisión de esos vocales, pero tras constatar la parálisis y el creciente descrédito a los que la negligente postura de los dos grandes partidos empujaba al Consejo, decidió de facto disolverlo.
El órdago abundaba en riesgos, pero salió bien. Aznar y González no tuvieron más remedio que tomar buena nota. Quizá porque uno y otro, tan distintos, tenían parecida concepción de lo que debía ser un Estado de Derecho. O quizá porque Pascual Sala, con esa audaz maniobra, había situado el foco allí donde realmente asomaban las vergüenzas. Con aquella inesperada decisión, dejaba a PP y PSOE a la intemperie, sin coartada ante los ciudadanos, sin margen alguno para soslayar la que a partir de ese momento pasaba a ser su exclusiva responsabilidad.
El panorama es el de un Sánchez que quiere a la Justicia como poder subalterno y un Casado que parece subordinar la regeneración de las instituciones al objetivo de achicar el espacio de Vox
Un CGPJ inoperante no era la mejor herencia que podían dejar los socialistas; tampoco una tarjeta de presentación asumible por los eufóricos dirigentes de los populares. Así que se pusieron manos a la obra. En dos meses, el Consejo había quedado renovado. Un Consejo presidido por Javier Delgado, con más acento conservador que el saliente, pero con nombres de mucho peso, y de contrapeso, pertenecientes al sector progresista, como Javier Moscoso, Manuela Carmena, Luis López Guerra o Ramón Sáez. Perfiles de reputación similar fueron los seleccionados por el PP, empezando por su presidente, lo que propició uno de los períodos más estables y profesionales de la institución.
Aquellos nombramientos los fraguaron dos tipos cuyas capacidades no son hoy fácilmente detectables. Gabriel Cisneros y Alfredo Pérez Rubalcaba tenían el encargo de confeccionar una lista digna de representar al tercer poder del Estado. Y lo cumplieron sin grandes complicaciones. Porque no es tan difícil ponerse de acuerdo cuando hay banquillo y talento de sobra, se tienen claras las prioridades y se colocan por delante los intereses del Estado. Porque lo inconcebible, lo inaudito es lo de ahora: la combinación de un presidente del Gobierno que quiere convertir a la Justicia en un poder subalterno del Ejecutivo y un líder de la oposición que parece subordinar la regeneración de las instituciones al objetivo de achicar el espacio electoral de Vox. Lo insólito de la actual situación, lo fatalmente inédito, es la deplorable certeza de que con estos líderes políticos la única perspectiva realista es la del imparable deterioro al que su incapacidad para el acuerdo somete a las instituciones.
Carlos Lesmes no es Pascual Sala
Alguien dijo en ocasión que no viene al caso que la reforma judicial era demasiado importante para dejarla en manos de los jueces. Yo diría más. Diría que la Justicia en su conjunto es demasiado importante para dejarla en manos de los jueces; como también podría decir que la política es demasiado importante para dejarla solo en manos de los políticos. Pero si hoy hay una evidencia aún mayor que las anteriores, es la de que la Justicia es demasiado importante para dejarla en las exclusivas manos de los políticos; de estos políticos.
Ha sido la ineptitud culposa de PSOE y PP la que en mayor medida ha contribuido a alimentar la falsa impresión de que la Justicia sería más eficaz, más sana y más democrática en su funcionamiento interno si excluyéramos al Parlamento del sistema de elección del CGPJ; si la dejáramos en manos de magistrados, jueces y fiscales. Como también ha contribuido sin duda a generalizar esa opinión la actitud conformista, penosamente acomodaticia y muy generosamente retribuida de unos vocales confortablemente instalados en una anomalía que ni han sabido ni probablemente querido combatir.
[Los vocales del Consejo, confortablemente instalados en una muy provechosa anomalía, no han sabido ni probablemente querido combatir el deterioro de la institución]
Ni una declaración crítica, ni una sola protesta de los miembros de la Comisión Permanente del Consejo (más de 120.000 euros brutos anuales) en tres años de interinidad. Como si la anual, solemnemente enfática e inútil protesta de Carlos Lesmes sirviera para cubrir el expediente, para saldar sin mayores esfuerzos la obligación de defender la dignidad de la institución. Ni una sola dimisión que ayudara a despertar conciencias; ningún llanero solitario que desde posiciones progresistas denunciara la silente complicidad de Lesmes y sus leales con el proceso de derribo del actual modelo de elección.
El sistema actual puede ser tan bueno o tan malo, tan democrático o antidemocrático como los demás. Bastaría con introducir un mecanismo de renovación automática para el caso de que en el plazo reglado no hubiera acuerdo en el Parlamento -como el propuesto días atrás por Jesús Quijano y Octavio Granado, o más sencillo aún, que lo hay-, para que esta fórmula mixta, que favorece la colaboración institucional, se convirtiera en la mejor de las posibles. Pero no será así, porque Sánchez no es González, Casado no es Aznar y Lesmes no es Salas. Y porque la degradación de la política ha convertido la Justicia, como la Educación, la Sanidad, las pensiones y el resto de las cosas de comer, en estúpidos campos de batalla.
La postdata: Casado alimenta el culebrón Ayuso-Almeida
Lo negarán, pero hay pelea. El alcalde de Madrid no se resigna. En las elecciones de mayo de 2019 Almeida sacó mejor resultado que Ayuso en Madrid. Por poco, pero mejor. Se las prometía muy felices. Con lo que no contaba es con el 4-M. Desde ese día al primer edil de la capital se le nota más el tic nervioso que normalmente controla sin mayores problemas. Sabe que lo tiene difícil, pero está dispuesto a dar la batalla para evitar que la presidenta de la Comunidad sea también la del partido en Madrid. Aunque la apariencia sea otra, Almeida es más ambicioso que Ayuso. Sabe que no tiene muchas opciones, pero también que con un Pablo Casado al que se le está poniendo cara de museo de cera, y que esta semana, para asombro del respetable, ha alimentado el conflicto, todo puede ser.