Mañana muchos vamos a ir a votar con la cara de mala leche que ponían nuestros padres cuando el director del colegio les pedía que fueran a verle a su despacho, porque la mierdalniño había roto un cristal de una pedrada. Otra vez. Y sí, el niño es inquieto, es travieso, está en una edad difícil: todas las explicaciones que ustedes quieran, pero la criatura empieza a ser inaguantable.
Estas elecciones no deberían haberse celebrado. Conozco a algunos corresponsales de prensa extranjera que trabajan en España; escriben o emiten para Alemania, el Reino Unido, Francia, alguno para Italia. Cuando hablo con ellos me miran con esa sonrisa forzada, con esa cara de bondadosa incomodidad que suele poner quien está buscando palabras amables para no decirte lo que de verdad piensa. Y suelen acabar por decir siempre lo mismo: “En mi país esto no lo entienden, allí no habría ocurrido nunca; ¿cómo puede ser que no se hayan puesto de acuerdo para formar Gobierno, con lo fácil que lo tenían?”.
Esta vez no será tan sencillo, ya lo verán. El lunes por la mañana nos levantaremos con un Parlamento diferente, eso está claro, pero todo hace pensar –ojalá esté equivocado– que igual de dividido, o más. Un Parlamento en el que el partido del chico Rivera se va a quedar para vestir santos, en un derrumbamiento que trae a la memoria la implosión de la UCD en las elecciones de 1982. Un Parlamento en el que la extrema derecha se va a convertir en la tercera fuerza política, que se dice pronto, y en el que el PP comienza a remontar el vuelo y a recuperar a parte de sus electores, históricamente inmunizados a las informaciones sobre la corrupción.
La mudanza de Franco
Sánchez cederá terreno por su mala cabeza: hace dos meses estaba seguro de que aumentaría su ventaja, sin querer ver que se ha convertido, a los ojos de muchísimos ciudadanos, en el niño bitongo que rompe el cristal con la pedrada (otra vez), convencido de que le reirán la gracia. La mudanza de la huesa de Franco no ha servido de gran cosa. Y de Iglesias es mejor no hablar. Bastante tiene el pobrecito con lo que tiene.
La sorpresa, que no lo es en absoluto, está en los neofascistas de Vox. Un partido dispuesto a cargarse piezas esenciales del sistema democrático y al que le gustaría gobernar España como Orbán gobierna en Hungría puede ocupar uno de cada seis escaños del Congreso. En estos días se les ataca mucho desde la prensa y las posiciones progresistas. Se ha publicado un tremendo manifiesto, que firman más de 1.500 investigadores e intelectuales, en el que se denuncian las mentiras de las centurias de Abascal en lo que se refiere a inmigración, la igualdad o el funcionamiento de las autonomías.
Todo eso no sirve para nada. Quizá haya que decirlo por pura dignidad, pero es inútil. Los investigadores y los periodistas deberían saberlo, al menos, tan bien como lo saben los estrategas de comunicación de Vox, que son los mejores que hay después de los que sirven al secesionismo catalán. Es elemental: las soflamas, las falsedades y las bravuconadas de Vox no van dirigidas a todo el mundo, sino al sector de población que puede tragarse todo eso. El resto del censo les importa un pimiento: ya saben que nunca les van a votar. Por lo mismo, los manifiestos de los investigadores, los artículos indignados e incluso las noticias sobre las trapisondas académicas de la señora Rociíto Monasterio –una mujer que a mí me sigue dando miedo cuando la veo, no lo puedo evitar, me parece un androide– no tienen la menor repercusión a la hora de ir a las urnas, porque solo las leemos quienes ya sabemos que jamás votaremos a la extrema derecha. Quienes sí pueden decidir votarles no leen esas cosas ni esos periódicos.
Hay mucha gente simple, mucha gente mentalmente berlusconizada por años y años de televisión estupidizadora que se lo traga, que vota aquello que de pronto le hace ilusión, o por lo menos gracia
Es exactamente la estrategia diseñada por los repugnantes Roger Ailes y Steve Bannon para llevar a la Casa Blanca a un mentecato profundo como Trump: olvídate de los que ya sabes que jamás te votarán y envía tus mensajes a la gente que sí puedes ganarte. Gente muy sencilla, gente que no comprende los mensajes complejos, que puede ser inflamada por consignas elementales y por falacias fácilmente desmontables, pero mucho más fácilmente digeribles sobre la patria, sobre la religión, sobre “nosotros primero”, sobre esos panchitos de mierda (en nuestro caso, también los moros) que vienen a quitarnos el trabajo y a violar a nuestras mujeres. ¿Que todo eso es mentira? Pues claro que lo es, pero ¿qué más da eso? Hay mucha gente simple, mucha gente mentalmente berlusconizada por años y años de televisión estupidizadora que se lo traga, que vota aquello que de pronto le hace ilusión, o por lo menos gracia; gente que deglute los mensajes-puré ante los que no hay nada que reflexionar, que es algo que, además, cansa.
Hay, además, algo evidente: Abascal y sus escuadristas deberían ir, el lunes por la mañana a primera hora, a darle dos sentidos besos de cada lado al señor Torra. Yo no recuerdo un solo caso, en la historia reciente de España, en que nadie haya hecho tanto por la extrema derecha de este país. Habría que remontarse a los años 40, cuando Churchill y Truman decidieron mantener a Franco en El Pardo (tapándose las narices) para evitar que España cayese en manos de Stalin.
Consignas para pánfilos
Gandalf-Torra y sus CDR (porque al final parece que son suyos; él, naturalmente, dice que no, pero los propios detenidos le desmienten) han logrado cabrear a una elevadísima cantidad de españoles, entre ellos multitud de personas sencillas que han caído como moscas en la miel de las consignas para pánfilos, tanto patrioteras como patioteras (de patio: el neologismo lo inventó Cortázar) que confeccionan los de Vox y su horda de juventudes tuiterianas, como les llama Vicente Fernández de Bobadilla. Lo decían hace ya tiempo algunos de los indepes más recalcitrantes: cualquier sondeo que diga que Vox pierde votos, está mal hecho o miente. Desde luego que era así. Bien lo sabían ellos.
En cualquier caso, lo que hay que hacer es ir a votar. Por más que el niño de las narices siga entreteniéndose tirando piedras a los cristales, como si fuesen suyos, lo que no podemos hacer es quedarnos en casa, porque resulta que los cristales los pagamos nosotros. Y al niño también. Yo me conformaría con que no haya que volver a las urnas por tercera vez dentro de seis meses. Que es perfectamente posible, visto lo que hemos visto hasta ahora. Para evitarlo se necesitará una grandeza de espíritu y un sentido del Estado de los que los caballeros y las señoras a quienes vamos a votar mañana parecen andar muy, muy escasos.
Así que todo indica que, al menos por un tiempo, seguiremos pagando cristales rotos. Roguemos al Señor. Es casi lo único que podemos hacer.