Cultura

Ampliación del campo de batalla (cultural)

Vivimos inmersos en falsos debates de dos bandos, progresistas y conservadores, que piensan distinto pero viven igual

Quien me haya leído asiduamente ―quien haya elegido ese singular método de tortura― sabe que me incomoda el concepto de "batalla cultural". Algo me impide utilizarlo con la desenvoltura con la que lo utilizan otros. Si hubiese de posicionarme, me posicionaría, supongo, con quien niega que deba librarse tal cosa como la guerra cultural, con quien arquea la ceja cuando su interlocutor usa imágenes bélicas y con quien sostiene que la cultura no es un campo de batalla, qué va, sino más bien uno de cultivo. La cultura, cuando es buena, es el ámbito en el que lo humano florece, allí donde el hombre alcanza los fines que le son propios, allí donde realiza su naturaleza. ¿Cómo convertirla, por tanto, en un páramo de pólvora, metralla y aniquilación? ¿Cómo degradarla hasta hacer de ella un ring?

Pese a todos estos reparos, columbro fogonazos ―¡estallidos!― de verdad entre los guerreros con los que debería compartir trinchera. Aseguran que, en nuestro caso, la batalla cultural es sólo una forma de legítima defensa. Después de haber padecido un sinfín de ataques, nos alzamos para sobrevivir, para evitar la sumisión, para proteger de las acometidas de la posmodernidad, cuanto de bello, verdadero y bueno hay a nuestro alrededor. El dilema no estribaría tanto entre la guerra cultural y la paz ídem como entre la guerra cultural y la subyugación. Nos levantaríamos como los españoles del XIX contra el francés o como Astérix y los suyos contra el romano: no por odio a los otro(s), que diría Chesterton, sino por amor a lo(s) nuestro(s). 

En caso de que esto sea verdad, que bien puede serlo, los guerreros culturales se quedan muy cortos. Si es cierto que el enemigo avanza, que sus huestes nos asfixian, que las flechas caen ya en picado hacia nosotros, nuestra defensa debería ser más agresiva. No hablo de tomar las armas, claro, pero sí de algo más que una confrontación retórica y política. Ya no sería suficiente con oponer a los rivales un discurso ―un tuit, un artículo, una intervención parlamentaria―; habría que oponerles además una vida. Ya no bastaría con impugnar lo que dicen, sino también el modo en el que lo dicen. Ya no se trataría exclusivamente de proclamar verdades que eclipsaran su error; se trataría, sobre todo, de encarnarlas. Una guerra cultural bien librada exigiría que nuestras palabras no fuesen más que el apéndice de nuestros actos, algo así como su eco. Que, al menos en lo que a nosotros nos concierne, la distancia entre realidad y discurso fuese achicándose hasta hacerse invisible. 

Bandos que viven igual

Acaso por prejuicio, cuando alguien me habla de la guerra cultural, imagino la cara y en el envés de una misma moneda, dos bandos que piensan distinto, pero viven igual, rivales que se sirven de los mismos métodos para prevalecer. Hay que ampliar el campo de batalla. O estrecharlo, según se mire. Luchar ante todo porque nuestra vida, las de nuestros amigos y las de nuestros familiares ―lo que depende estrictamente de nosotros― sean luminarias en mitad del vacío, columnas que permanecen erguidas durante el terremoto. ¿De qué sirve combatir las ideas progresistas si luego vivimos como los progresistas que las profesan? ¿Cuál es el fin de los grandes discursos sino que alguien los encarne?

Los cimientos de nuestra época sólo se estremecerán cuando nosotros superemos la lógica del discurso para abrazar la del testimonio, cuando el hábito preceda a la palabra

Es loable defender públicamente las raíces cristianas de Europa cuando otros les dispensan el trato reservado a las malas yerbas, pero cuánto mejor sería que tales raíces floreciesen en nosotros. Qué bien que uno denuncie el globalismo, pero qué estridencia si luego pide un Glovo, se desplaza en Cabi y compra en Amazon. Los cimientos de nuestra época sólo se estremecerán cuando nosotros superemos la lógica del discurso para abrazar la del testimonio, cuando el hábito preceda a la palabra, cuando nuestro afán sea menos el de ganar una guerra que el de vivir conforme a un ideal. 

Tal vez suene extraño, incluso paradójico, pero la mejor batalla cultural la libramos cuando no pretendemos librarla. Cuando nos distanciamos de las trifulcas ideológicas, de las luchas partidistas, de los discursos grandilocuentes, para centrarnos en habitar la realidad como estamos llamados a hacerlo. Sólo entonces somos realmente contraculturales. Tan contraculturales que ya no vemos enemigos a los que someter, sino prójimos a los que amar. Tan contraculturales que ya no aspiramos a doblegar a nuestros adversarios, sino a comulgar con ellos en una Verdad que, aunque parezca mentira, nos trasciende a ambos. 

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