En un primer momento se empleó el término ‘leyenda’ en su original sentido perifrástico: legenda = «lo que debe ser leído», identificándose el término con las vidas de santos (Leyenda Áurea de Jacobo de Vorágine, siglo XIII).
Para Van der Leeuw la leyenda es «un mito que se ha quedado colgado en algún lugar o en algún hecho histórico». Mientras que el mito es presente eterno, la leyenda se ubica siempre en el pasado. Van Gennep define la leyenda como un «recitado cuyo lugar se indica con precisión, cuyos personajes son individuos terminados, cuyos actos tienen un fundamento que parece histórico y son de cualidad heroica». Para H. J. Rose, sin embargo, el concepto de leyenda es mucho más amplio: el mito es una leyenda con un sentido religioso, la saga representa el sentido histórico de la leyenda, y el Märchen, en tercer lugar, contiene a la leyenda en tanto que fairy-tale o cuento de hadas (a él me referiré en un próximo artículo).
Eliade, por su parte, aventura el siguiente recorrido diacrónico: Mito - Leyenda - Epopeya - Literatura moderna. García de Diego opone leyendas (espacio y tiempo determinados) a lo que él llama fábulas, cuentos, mitos y romances (en los que reinaría una indeterminación espacio-temporal).
Un tema legendario paradigmático sería, por ejemplo, el del «hombre que perdió su sombra», cuyo desarrollo puede seguirse en la preciosa Antología de Leyendas de Vicente García de Diego, parcialmente reeditada en 1999. La leyenda refiere hechos dotados, la mayor parte de las veces, de un trasfondo histórico, pero siempre extraordinarios, fuera de lo común. El hecho de que un individuo pierda su sombra después de haber tratado —con pacto o sin él— con el diablo, es algo que engendra admiración en quien escucha o lee. Sin embargo, subyace una anécdota histórica (siempre en el pasado) susceptible de palparse: es el supremo realismo de lo fantástico. La leyenda crea una atmósfera peculiar en la que se atisba, a través de objetos y personajes brumosos, ideales, la claridad meridiana de la historia, la «magia» de la realidad. Quien haya visto alguna vez un lienzo de Friedrich o de Böcklin sabe a lo que me estoy refiriendo. Si el mito es la palabra verdadera y el cuento la palabra ficticia, la leyenda cabalga entre ambos.
Un riguroso afán de localización preside el enunciado legendario. La leyenda siempre se desarrolla en un lugar preciso, determinado. Los personajes de la leyenda no son dioses ni héroes, sino seres humanos, individuos concretos y hasta vulgares. En el caso del «hombre que perdió su sombra», el bueno de Peter Schlemihl —por servirnos del personaje con más entidad literaria de ese motivo legendario — no es más que un pobre diablo.
En el recitado de la leyenda se opera reteniendo las ideas capitales, no aprendiéndose el texto de memoria. Por ello, de un mismo tema legendario como el del «hombre que perdió su sombra», surgen leyendas tan dispares como la de un errante señor feudal luxemburgués que, como los licántropos, hace su desombrada aparición las noches de luna llena, o la de un resabido alumno del demonio en la peregrina Cueva de Salamanca que accede —ya sin sombra— al curato de Barcus (País Vasco francés).