Cultura

Paco Martínez Soria en Roma

Da gusto moverse acompañado de alguien que alza los ojos a las maravillas a las que muchos resabiados nos hemos inmunizado ya

Muchos habrán olvidado la primera vez que viajaron al extranjero. Me dirijo a mi generación, a los que cogimos un avión siendo todavía niños y, como cualquier recuerdo de la infancia, aparece difuminado en una pátina de irrealidad. Las generaciones anteriores probablemente recuerden con mayor nitidez su primera 'aventura'. El gallego Pepe, con el que he tenido la suerte de viajar a Roma este verano, no pisaba suelo extranjero desde hace 50 años.

Pepe había viajado con veintipocos años al sur de Francia a bordo de un cochambroso Renault R5 y en la compañía de otros camaradas gallegos. Su misión, encontrar trabajo en la vendimia. No lo consiguieron, y con las mismas tuvieron que volver a España. Dormían en el coche, y eran “tan pringados” -en palabras del propio Pepe- que unos policías que les avistaron de noche aparcados e inspeccionaron el vehículo con linternas, ni siquiera se molestaron en despertarlos para pedirles la documentación.

Han pasado varias décadas desde aquello, y Pepe ha viajado a Roma en avión. Le daba canguelo volar, pero con los pies sobre Roma ha descubierto cuánto merece la pena. Da gusto moverse acompañado de alguien que alza los ojos a las maravillas a las que muchos resabiados nos hemos inmunizado ya. La expresión del niño que va al parque de atracciones no desapareció en ningún momento de la mirada de Pepe.

En cada basílica en la que entrábamos, exhalaba un “¡mi madre!”. Otra de sus frases recurrentes era: “Pero mira que le gusta construir edificios altos a estos romanos” -al más puro estilo Obelix-. Él mismo se definía como “Paco Martínez Soria”. Cuando llegábamos al final del viaje admitía: “He visto más maravillas en una semana que en toda mi vida”.

En España siempre se nos ha dado bien reírnos de nosotros mismos, y no nos duelen prendas al reconocer que -como todo el mundo- somos bastante paletos cuando nos adentramos en lo desconocido. Ya lo retrató el propio Paco Martínez Soria en 'La ciudad no es para mí' o 'El turismo es un gran invento'. Otro gran ejemplo del género es 'Vente a Alemania, Pepe', donde el homo ibericus Alfredo Landa las pasa canutas en el país teutón y luego regresa victorioso al pueblo con toda clase de fantasías inventadas.

En un viaje a Los Ángeles, mi familia palentina paseó por uno de los peores barrios de la ciudad como quien da una tranquila vuelta por la Calle Mayor. Nada nos pasó, y por eso hoy lo contamos y nos reímos.

Más allá del cariz cómico del asunto, hay belleza en esa recuperación de la inocente infancia que tiene adentrarse en lo desconocido por primera vez. Los ojos de Pepe eran los de un niño de 70 años, y aunque no entendía por qué la cinta del control de seguridad del aeropuerto se movía tan rápido y el inglés le resultaba tan incomprensible como un jeroglífico egipcio, disfrutó más de aquellos días en Roma que tantos y tantos Willy Fogs modernos.

Lo bueno de viajar con alguien así es que es imposible no contagiarse de ese entusiasmo de las primeras veces. El mismo que cuando ves con tu hijo por primera vez Star Wars o le llevas a comer pizza. Ojalá vivir siempre con esa bisoñez.

En las estancias de Rafael del Vaticano se encuentra el fresco de 'La escuela de Atenas', una obra donde aparecen retratados los principales filósofos de la Grecia antigua. Mientras Rafael pintaba aquella estancia, Miguel Ángel se encontraba enfrascado en la Capilla Sixtina. No se llevaban muy bien. Rafael decidió pintar a Heráclito -el filósofo oscuro- con el rostro de Miguel Ángel. También se pintó a sí mismo orillado en la esquina del cuadro.

Miguel Ángel era tacaño, gruñón, nunca se casó y era hombre de escasa higiene -dicen que al morir le quitaron las botas con un cuchillo porque nunca se las cambiaba-. Murió con 89 años. Rafael era alegre, vividor, estuvo con varias mujeres y era guapo. Falleció con 37 años. Uno puede ser un cínico y vivir mucho tiempo, pero la vida de esos años será siempre menor que el que se sorprende cada día ante una nueva maravilla.

La ciudad que visitamos nunca volverá a ser la misma. Pervivirá en nuestro recuerdo, pero Roma no volverá a ser aquella que un día pisó Paco Martínez Soria, igual que Nueva York ya no será esa Nochevieja donde todo en tu vida estaba por decidir. Las ciudades cambian a medida que cambiamos nosotros y nuestra mirada. Por eso con el primer beso se detuvo el espacio-tiempo, y los restantes se pierden en el olvido.

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