No existía protocolo para enterrar a un jefe del Estado cuando Franco contrajo la enfermedad que le llevaría a la tumba. Los reyes de España se inhumaban según un vetusto ceremonial que comenzaba por dejarlos en el “pudridero real” del Escorial, donde los monjes recubrían de cal viva los restos mortales, que se dejaban allí unos 25 años. Pero ningún presidente de la República había muerto durante su mandato, por lo que no había precedentes para el entierro de Franco, aparte de que éste era un caso especial, pues su título era, según rezaba en las monedas, “caudillo de España por la gracia de Dios”.
Lo más cercano era el sepelio, dos años antes, del vicepresidente del gobierno Carrero Blanco, el número dos del régimen asesinado por ETA. En aquel caso, dada su condición de almirante, se recurrió al entierro con honores militares. El féretro fue colocado sobre un armón de artillería tirado por caballos, y el cortejo fue presidido por el entonces príncipe don Juan Carlos, que caminaba a pie, solo, destacado cinco metros del resto de la comitiva. Era una imprudencia, constituía un blanco perfecto, y ETA acababa de demostrar lo que era capaz de hacer, aunque por fortuna los terroristas habían huido de Madrid después del magnicidio de Carrero.
Pero ETA había vuelto a Madrid, como evidenciaban los 13 muertos de la bomba de la Calle del Correo en 1974, de modo que un atentado durante el sepelio de Franco era la hipótesis de trabajo de los servicios de información. Curiosamente había sido el propio Carrero Blanco quien, un año antes de morir, encargó la Operación Lucero al SECED (Servicio Central de Documentación, servicio secreto que él mismo había creado). La Operación Lucero era el conjunto de medidas a tomar cuando Franco falleciese, desde qué hacer frente a los oponentes políticos del franquismo hasta dónde enterrar al general.
Dos jóvenes capitanes de Estado Mayor en un discreto despacho asumieron decisiones que resultarían históricas, desde la de no detener preventivamente a los opositores –se ha señalado eso como el inicio de la Transición- hasta llevar a Franco al Valle de los Caídos, en vez de El Pardo o incluso el Pazo de Meirás, que también se barajó. Desde el momento en que Franco cayó enfermo se encargó al Regimiento Mixto de Ingenieros Nº 1 que preparase un armón, que es el carro de municiones de un cañón de cuando la artillería era arrastrada por caballos. En realidad era una maniobra de distracción, los capitanes del SECED pensaban llevar a Franco al Valle de los Caídos en camión. En el más poderoso camión que hubiera en España.
La carroza fúnebre del Caudillo sería un Pegaso 3050, un todoterreno de 10 toneladas y 170 caballos, con tres ejes y tracción a las seis ruedas. Habría que emplear mucho más explosivo que con el coche de Carrero Blanco para hacerlo volar. La Unidad Regional de Automovilismo del Ejército, en Campamento, recibió dos unidades flamantes en octubre, al principio de la enfermedad de Franco, y solamente cuatro personas sabían para qué: el jefe de Estado Mayor de Capitanía General, teniente coronel Eloy Rovira, que dirigía la operación, el capitán de Automovilismo Martínez Obispo como oficial ejecutivo, un mecánico civil enviado por la empresa ENASA, fabricante del Pegaso, y un brigada especialista, Gil Agúndez, que debería conducir el camión.
Interviene la viuda
Tunearon los camiones para darles mayor velocidad, ensamblaron los elementos necesarios para transportar el féretro y las flores, y el brigada Agúndez recorrió varias veces el camino hasta el Valle de los Caídos con el Pegaso. Todo estaba preparado perfectamente para el 20 de noviembre, el día en que falleció Franco, pero entonces intervino la viuda y deshizo los planes. Doña Carmen quería que el vehículo fúnebre fuese conducido por el chófer personal de Franco, pero un buen conductor de cadillac no vale mucho con un camión de 10 toneladas. Eso lo admitió la viuda, pero lo que no podía tolerar era que condujese el vehículo un suboficial. Exigía que fuese un oficial superior, de comandante para arriba. El día antes del entierro hubo que ascender a comandante al capitán de automovilismo Martínez Obispo para que fuese el conductor.
Franco fue expuesto en capilla ardiente en el Palacio Real el 22 de noviembre, medio millón de personas pasó por allí. El 23 hubo una misa presidida por el rey Juan Carlos en la pequeña capilla del palacio, y luego sacaron el féretro a un túmulo en la Plaza de Oriente, el teatro de las grandes concentraciones franquistas. Allí, en una plaza repleta de partidarios, hubo un desfile militar para rendir honores, y finalmente subieron el féretro al camión, que rodeado por los jinetes de la guardia enfiló hacia la salida de Madrid por el Paseo de Rosales.
El recién ascendido comandante Martínez Obispo tampoco era experto en conducir Pegasos, y el camión se caló varias veces en Rosales. Llevaba por delante al otro Pegaso con las flores, guiado por el brigada Agúndez, que se distanció demasiado. Al doblar en ángulo recto por el Paseo de Moret esperaba la escolta de motos, que debía sustituir a la de caballos, y tomó el primer camión por el de Franco, con lo se puso a darle escolta al vehículo equivocado.
El SECED había señalado el Arco del Triunfo de Moncloa como el punto más peligroso del recorrido, allí sería donde los terroristas intentarían el atentado, y por allí pasó el camión fúnebre sin escolta. Lo curioso es que, si hubiesen cometido el atentado, lo habrían hecho contra el camión de las flores, que es el que iba escoltado. Pero no lo hicieron ni contra uno ni contra otro.
Y Franco llegó sin problemas a su tumba de la basílica de Cuelgamuros. Hasta hoy, pero eso es otra historia que contaremos dentro de 40 años.